jueves, 8 de diciembre de 2011

DANIEL SADA (1953-2011), SELVA EN SU DESIERTO



Corría el año 1981 y Daniel Sada se acercó a la  sede de Vuelta en la calle Leonardo da Vinci, junto al mercado de Mixcoac, un lugar prodigioso donde las flores y las viandas se mezclaban con los desperdicios, los teporochos caídos de una pulquería vecina, los perros escuálidos y los ataúdes esperando sobre la acera, pues una humilde funeraria, siempre atareada, flanqueaba su entrada principal. 
          
Aquel mercado no era el México (in)civilizado de Carlos Fuentes, sino el de Daniel Sada, salvada, claro está, la vertiente geográfica, definitiva en casi todo, porque él había nacido en lo más extremo de su árida ladera norte: Mexicali, Baja California, no en el trópico húmedo, ni en la urbe desmesurada y cosmopolita, tampoco en el extranjero. Traía un cuento: “Lo bueno hace bien y mal”, que le había pedido Enrique Krauze, por entonces secretario de Redacción de la revista de Octavio Paz. Y se empeñó en leerlo, allí mismo, la oficina ya cerrada, los dos solos, en voz alta, con aquella voz nasal suya que salmodiaba la precisa música de sus frases, el ritmo de las palabras encadenadas a una métrica, pues él escribía sus cuentos y novelas con terca medida: a veces en octosílabos, a veces en endecasílabos y otras, en alejandrinos de vario acento, aunque, eso sí,  nunca revueltos ni siquiera aquella tarde bajo una sonora tromba de agua, típica de agosto.

Antes que narrador, Sada había sido poeta nunca dejó de serlo, después de Los lugares se puso en otra sintonía, pero aún publicó dos poemarios al final de su vida: El amor es cobrizo y Aquí y buen poeta, quién sabe por qué desconfiaría de su aliento. Por aquellos años, sólo vivía para la literatura, a salto de mata, publicando aquí y allá notas y críticas, colaborando con alguna universidad, la UAM, encerrado casi como un monje en un modesto departamento en una zona inhóspita, no muy lejana a Mixcoac. Los muebles injustos como los de una celda, nomás lo imprescindible para sentarse, comer, leer, dormir o escuchar música. 
  
Allí escribía en pelota picada: “Espérenme tantito, enseguida me visto”, era un saludo habitual tras la puerta cuando lo visitábamos sus amigos. Allí se hablaba de literatura —fue un lector exquisito e insaciable—, alguna vez de arte o de música por condescendencia, y de boxeo o de fútbol de cuando en cuando, nunca de política. Llevábamos mexcal, tequila o ron. Fumábamos la mejor mota de México. Allí nos leía cada cuartilla que iba exudando, y volvía a leerla a la semana siguiente si llevaba correcciones; o volvía a leernos el capítulo ya completo de principio a fin, si fuere novela, cuantas veces hiciera falta, por si decidía corregirlo…

Así era Daniel por aquel entonces. Así lo era todavía aquella madrugada del jueves 19 de septiembre de 1985, la recuerdo bien -como la recordará el poeta Samuel Noyola, también norteño- porque fue víspera del terremoto y nos pusimos hasta la madre, quizá por puro presentimiento; y seguramente hablamos de José Lezama Lima y su barroco Paradiso, a quien el anfitrión veneraba y que se aparecía por allí casi todas las noches; como William Faulkner, narrador de un territorio tan literario como real: el Sur del Norte así el suyo. Aquella velada fue la última que nos reunimos en su casa antes de mi regreso a España, pocos meses después.

Volví a verlo otra vez cuando viajé a México en 1994 y 1995. Era y no era el mismo. Era el mismo escritor absoluto y era un hombre de sobrias costumbres y algo situado, pues desempeñaba un puesto de cierta responsabilidad en una empresa seria o en un banco me falla la memoria. Practicaba con toda naturalidad los mejores consejos que Baudelaire le brinda a los jóvenes poetas. Nadie, de ser tan radicalmente honesto como Daniel Sada, puede vivir de la literatura sin más: ha de ganarse la vida y robarle al día el mayor tiempo posible para seguir escribiendo y publicando, sin humos vanos ni alcoholes. Solo la obra importa y sin concesiones.


Nos vimos por última vez en Madrid, cuando vino a presentar Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, si mal no recuerdo, en 2001, novela con la que cosechaba  un clamoroso éxito de crítica en la Península; y una tarde muy cálida de aquel mes de junio nos escapamos del hotel Emperatriz hasta El Escorial: quería conocer el real aposento que comunica con el altar mayor de la basílica para que Felipe II, moribundo, atormentado por las llagas y los piojos, pudiera escuchar Misa desde la cama. Palacio, basílica, monasterio agustino, panteón real, biblioteca de saberes universales a veces muy secretos, El Escorial asimismo era el centro de sus últimos afanes y el axis mundi espiritual, aun esotérico, del Imperio: la parrilla de San Lorenzo, cosa tan bizarra, junto a un monte sagrado: el Abantos.

Daniel Sada le decía siempre la verdad a quien quisiera oírla o no, le daba igual, porque él escribía con verdad. Y ello significa: a su manera y nada más de lo que sabía. El suyo no era el desierto de Juan Rulfo poblado de ánimas y susurros, por mucho que le admirara (cuántas veces nos habrá recitado “Luvina”, su cuento preferido de El llano en llamas) y fuera buen amigo suyo, pues le había aconsejado cuando fue becario del Centro Mexicano de Escritores, porque era Jalisco. Sino un agitado y variopinto espacio humano que poblaba de celos, odios, cariños y mentiras, codicia y traiciones, ambición y desalientos, sueños o violencia, una compaña de zíngaros trashumantes y plagiarios de niños; bandidos, amantes y putas, jugadores, madres o esposas resignadas y maridos cornudos; payasos y feriantes; polizontes, funcionarios, alcaldes y militares sanguinarios y corruptos; ciudadanos sometidos, héroes mudos o suicidas, maestros descreídos y beatas; sin despegarse nada de la historia e intrahistoria y de la música verbal norteñas: Sada podía ser íntimo y coral, empático y cruel, incluso tierno con sus criaturas más obscenas.

Creó una selva literaria en su desierto y no sé si tragicómica, pues mejor hablar de subversión del melodrama: género capital mexicano que tanto ha sacudido Arturo Ripstein en su cine con armas y excesos comparables, aunque diversos, porque Sada nos hacía reír con su sombra. Hablar de selva literaria en su desierto no es ocurrencia importuna: devoró a Joao Guimaraes Rosa, autor al que profesaba una admiración sin límites y cuya influencia estilística es patente en toda su obra, como su coincidencia geográfica: el árido paisaje del sertón y su jungla humana. Pero él no era un epígono literario ni de Rulfo, ni de Lezama ni de Guimaraes. Tampoco un seguidor o sutil imitador. Era Daniel Sada, uno de los más originales y extraordinarios escritores de nuestro tiempo, un autor radical, absolutamente literario, fuera de modas o banderías, con el que no pudieron ni la ideología que permeaba en México y en toda Iberoamérica a nuestra generación, ni la debilidad posmoderna que ya holgaba en España. Y por todo eso, quizá no le echaremos mucho de menos: su voz real se escucha en sus libros ahora, ya para siempre. Y él se está riendo.
 

Daniel Sada (Mexicali, Baja California Norte, 1953  México DF 2011) falleció el pasado 18 de noviembre. 

Nota
Hay cuatro palabras que quizá extráñarán al lector no mexicano: Teporocho significa algo así como indigente alcohólico crónico. En las pulquerías se sirve el pulque, licor blanquecino y pringoso obtenido de la fermentación del jugo del maguey, un cáctus. Mota es marihuana. Y plagiario, secuestrador.

Bibliografía 

Cuentos
Un rato (UAM, 1985), Juguete de nadie y otras historias (FCE, 1985), Los siete pecados capitales (colectivo), (Conaculta-INBA-SEP, 1989), Registro de causantes (Joaquín Mortíz, 1990), Tres historias (UAM/Juan Pablos/CNCA/INBA/Cuadernos del Nigromante, 1991), Antología presentida (Conaculta, 1993),  Todo y la recompensa. Cuentos completos (Debate, 2002), Ese modo que colma (Anagrama, 2010)

Novelas
Lampa vida (Premiá Editora, 1980), Albedrío (Leega Literaria, 1989, Tusquets, 2001), Una de dos (Alfaguara, 1994, Tusquets, 2002), Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (Tusquets, 1999 y 2001), Luces artificiales (Joaquín Mortiz, 2002), Ritmo delta (Planeta Mexicana, 2005), La duración de los empeños simples (Joaquín Mortiz, 2006), Casi nunca (Anagrama, 2008) y A la vista (Anagrama, 2011).

Poesía
Los lugares (UAM, La Rosa de los Vientos, 1977), El amor es cobrizo (Ediciones Sin Nombre, 2005), Aquí (FCE, 2008). 

No hay comentarios:

Publicar un comentario