domingo, 28 de octubre de 2012

Baraja de castigo - Capítulo II (fragmento)


Hugo del Carril canta La Marcha Peronista


Buenos Aires, primavera y verano de 1984
¿Broma, solo azar o paradoja? Mi padre había jurado que no volvería a Argentina hasta que hubiera democracia. Marchó al exilio la primavera de 1952 no sólo porque se hubiera enfrentado al subsecretario de Prensa y Difusión, Raúl Alejandro Apold, a quien se ha llamado el Goebbels del régimen peronista, pues la censura le había impuesto un postizo final feliz a Dock Sud (1953), melodrama neorrealista inspirado en un suceso que veinte años atrás había conmovido a la opinión pública de Buenos Aires, cuando un tranvía se precipitó al vacío desde un puente levadizo del Riachuelo la neblinosa y gélida madrugada del 12 de julio de 1930. Perdieron la vida en el accidente muchos trabajadores de los mataderos y frigoríficos, cuyas familias luego se vieron económicamente agraciadas por una gran colecta nacional. No así los supervivientes: alguno deseaba haber muerto para que la suya –injusticias de la beneficencia– se librara de la miseria. 

Marchó al “exilio voluntario”, eufemismo que escondía la muerte civil, por haber firmado en solitario, además, una carta en apoyo del cantor de tangos, actor y director cinematográfico Hugo del Carril, ferviente seguidor del justicialismo y admirador fanático de su líder, quien había cantado y grabado en disco la Marcha Peronista, y a quien perseguía con inquina, quizá por celos, el tal Apold, que lo acusaba de ser… ¡comunista!, pues había escrito el guión de Las aguas bajan turbias (1952) con Alfredo Varela –autor de la obra adaptada: El río oscuro– mientras el novelista estaba preso. Del Carril protagonizó y dirigió esa película, de violenta temática rural, estrenada con gran éxito y varios premios en Argentina y con la que llegó a concursar en el Festival de Venecia. Este cantante, actor y cineasta genéticamente peronista había logrado, además, que el presidente excarcelara a Varela, una curiosa mezcla entre comunista y nacionalista, al parecer, detenido por haber orinado contra la puerta de la embajada ¡soviética!... ya que era antiestalinista. “Todos tenemos algo de comunistas”, cuentan que le dijo Perón al cantante, concediendo, entre risas y con aquella retranca suya, que lo hacía tan popular:

–Si al final lo que buscan es la justicia social. 

En fin, Apold no sólo le había ido cerrando a Del Carril las antenas de radio, sino también las pantallas, pues él facilitaba el celuloide imprescindible para realizar toda película argentina a través de su Subsecretaría, organismo que asimismo censuraba el cine y dominaba los diarios y las revistas gobiernistas; dificultando su labor, silenciando o cerrando sin compasión a emisoras y medios críticos o independientes.

Y firmó esa carta en defensa de un compañero caído cuyas ideas políticas eran antagónicas pese a los consejos de su maestro, Mario Soffici, para quien había escrito varios guiones y al que había asistido en algunas películas, entre ellas: La pródiga, última actuación ante las cámaras de Eva Duarte, aún actriz, todavía no primera dama, mucho antes de convertirse en la activista política que recordamos. La película nunca se estrenó en su época –fue rodada en 1945– pues su productor, Miguel Machiandiarena, hizo llegar a Perón el negativo cuando se alzó con la Presidencia; o lo quemó con la esperanza de que tal favor –haber desechado a la gran Mecha Ortiz por una actriz mediocre como protagonista de un ambicioso filme de alto presupuesto, para luego renunciar a su explotación– traería contrapartidas y salvaguardaría sus intereses en el Casino de Mar del Plata. Aunque una copia se salvó, quién sabe cómo, lo que hizo posible su estreno durante los años 80, con más pena que gloria.

Y firmó él solo aquella carta que otros muchos directores se habían comprometido a suscribir, pero excusándose de hacerlo a la hora de la verdad.

Me habían puesto la tapa del ataúd. No podía trabajar sin la aprobación de Apold, que además sabía que yo era un antiperonista sin remedio, aunque Eva hubiera intentado convertirme:
         –Mañana el coronel les va a poner a todos una medallita –me dijo en su camerino, mientras repasábamos los diálogos que Alejandro Casona había adaptado de Pedro Antonio de Alarcón.

Y respondí:
         –A mí que no me la ponga.

Cuando Perón hizo ademán, al día siguiente, todos en fila, ella intervino:
         –A ese no, que es anarquista.

Eva siempre me defendió en vida –ahora había muerto– pues respetaba a la gente derecha, mientras despreciaba y humillaba a los lambiscones de sus pantuflas, esa procesión interminable de aduladores y falsos pedigüeños que a diario buscaban su favor para medrar cerca de Perón; a quien ella defendía con el látigo, como enseguida demostraría con uno de atrezzo, azotando, vestida a solas para rodar, paredes y puertas de los Estudios San Miguel, cerradas, vacíos los departamentos, mudos porque aquel día no se podía filmar.

Muchos artistas, escritores y técnicos nos habíamos sumado a la Marcha de la Libertad y la Constitución, que congregó a doscientos mil manifestantes, desde cristiano-demócratas hasta comunistas, pasando por radicales, progresistas y socialistas, todos contrarios a la hegemonía política y sindical de Perón, por entonces vicepresidente del gobierno de facto del general Edelmiro Farrell, secretario de Guerra y además, de Trabajo y Previsión. Estaba rabiosa y desatada: Farrell lo dejaba con el culo al aire y Rawson se frotaba las manos.

Aquel 17 de septiembre fue el antecedente próximo del 17 de octubre, fecha en la que la intentona de Ávalos fracasó por la indecisión final de los militares y los políticos afines, y el aún coronel fue liberado de su breve prisión en la Isla Martín García, aceptando su retiro; mas –luego luego– resucitando su ambición gracias al activismo de Cipriano Reyes, líder de la CGT y, según algunos defienden sin demasiadas pruebas, al arrojo de Eva Duarte, tras el gran contragolpe sindical de la Plaza de Mayo. Ella se casará con Perón solo unos días después de la famosa carta –triste pero falsa palinodia– tras postularse como candidato a la Presidencia en las elecciones que ganará, en 1946, bajo el brillante lema Braden o Perón, pues con él ninguneaba a la Unión Democrática, plataforma que agrupaba a la oposición, y ofrecía una clara disyuntiva si consideras que el primero era el embajador de Estados Unidos, hombre altivo y torpe, muy soberbio, quizá enojado por las simpatías fascistas del Régimen durante la gran guerra, y por ser ahora cobijo de nazis, aunque provocó un fatal arranque de nacionalismo argentino. 

Ella sabía que yo había ido a aquella marcha a cara descubierta, pero nunca me lo reprochó, aunque es verdad que ya no la volví a tratar, pues aquel rodaje y su carrera artística habían concluido al mismo tiempo.  

Ahora me habían puesto la tapa. Ningún productor podría conseguir el celuloide si yo escribía o dirigía una película suya; y además, ninguna comisaría me proporcionaría el “certificado de buena conducta” imprescindible para la expedición del pasaporte o para comprar boletos de barco o avión con destino al extranjero: así es que no podía trabajar y tampoco salir del país.

Todo fue una casualidad. Aún a sabiendas de que estaba en la lista negra, fui al Departamento de Policía a intentarlo, formé ante la ventanilla correspondiente y al rato apareció por la sala Juan D’Arienzo, director de orquesta al que se debe la mejor versión de La cumparsita y que había trabajado en La voz de mi ciudad (1953) conmigo y Marianito Mores: “¿Vos haciendo cola?”, me preguntó. Yo le dije que venía a solicitar el certificado; y él, quizá desconociendo mi situación, o por gallardía, me sacó de la fila: “Vení, soy buen amigo del comisario y te lo firmará en el momento, sin mirar”. Así fue, como te lo cuento, al día siguiente conseguí el pasaporte y esa misma noche volé a México. Tu madre y tu hermano me alcanzaron unos meses después. Para entonces, Perón citó a Apold y a Del Carril en el despacho presidencial y les obligó a darse un gran abrazo de reconciliación en su presencia.

Treinta años después volvía a Argentina. Raúl Alfonsín había asumido la Presidencia de la República ocho meses antes, poniendo fin a una aciaga y sangrienta dictadura cuyo canto de cisne fue la reconquista de las Malvinas, bravuconada de aquel general ahíto de whisky y ya cercado por multitudinarias manifestaciones populares, Leopoldo Galtieri, quien retó a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan, en fuga hacia delante para domeñar la marea democrática con arengas y aventuras nacionalistas; pero estos se valieron de su conmilitón en Chile, el artero dictador Augusto Pinochet, para infligirle, a Dios gracias, una humillante derrota aeronaval.

Ahora, en 1984, se respiraba aquí el mismo aire que mi padre había respirado a través mío durante los estertores de Franco y la Transición española, allá entre 1973 y 1978, una explosión de ilusión colectiva protagonizada por una juventud que aspiraba a terminar con el pasado y construir un presente en libertad; aunque las heridas, aquí, aún estaban abiertas y sangrantes, supurando tan próximas, pues la guerra sucia no había sido la guerra de los abuelos y bisabuelos, como en España, sino la de padres, tíos, primos y hermanos mayores ayer caídos, presos, desaparecidos, perseguidos o exiliados.     

          Aquel regreso a la vez fue emotivo e inquietante. Nuevas generaciones habían aumentado el entorno familiar pues los sobrinos ya alumbraban nietos  alrededor de sus dos hermanos: Héctor, un año mayor, quien estos días se fue casi centenario; y la dulce Beatriz, una década menor, a quien nadie tampoco llamó nunca por su nombre, porque todos siempre le hemos dicho Betty hasta el mismo antier. Pero muchos parientes de generaciones anteriores ya se habían ido. También sintió la ausencia de viejos amigos, y tanto, que muy pronto decidió no preguntar más por temor a la misma respuesta: “¿No lo supiste? ¡Hace más de diez años!” o quince o cuatro o hace seis meses, sólo variaban algunos escalones. Se daba cuenta de que había muerto mucha gente que antes no se moría. Y él era uno de los supervivientes: cumplía aquel septiembre 70 años.

          ¿Y el paradero del tío Hugo? Un misterio. Cuando conseguía que le dieran un número que era, con toda seguridad, el suyo, casi nunca respondían al teléfono; y cuando lo hacían, todo eran negativas o evasivas:
–Aquí no vive…
         –Sí, es el número, pero el señor se mudó y no dejó seña alguna…
–Dicen que vive en un departamento de la calle Ayacucho…
–Fue muy famoso, lo sabemos, pero ya no se le ve por los lugares que frecuentaba...
–Al parecer cambió a la casa de unos parientes en La Plata…
Alguien insinuó una sospecha:
–Creo que sus familiares lo ocultan…

Constantes contradicciones.

¿No era, también, una contradicción que el proyecto que mi padre iba a realizar en Buenos Aires, broche final de su carrera, fuera un documental sobre Eva Perón, cuando detestaba todo lo que ella y el general habían significado para Argentina? Y también para los nuestros: él forzado al “exilio voluntario”; y su hermano, expulsado de Correos, donde era funcionario, por haberse negado a pagar el diezmo sindical para los gloriosos fastos fúnebres y no haber llevado aquellos días de julio de 1952 ni un botón de luto en la solapa del abrigo…

En fin, más de un año atrás, habíamos asistido al musical Evita cuando se estrenó en la Ciudad de México y él salió del teatro con el estómago revuelto e indignado, habiendo sido su enemigo político: “Cualquier cosa: oportunista, demagoga, ambiciosa, populachera… Cualquier cosa menos una puta barata”, me dijo entonces… Y se repetía ahora, mientras se atareaba leyendo en archivos y hemerotecas, buscando y empalmando fotografías, recortes, viejos noticiarios; y también cuando entrevistaba a los protagonistas, actores secundarios, comparsas o testigos de un tiempo que nunca había dejado de estar presente para todos, aunque Borges se hubiera negado –no así Ernesto Sábato– a dar testimonio en El misterio Eva Perón (1987), respondiendo a su petición tras el hilo telefónico con un lacónico: “Ni hablar de esa puta”, resentido hasta Ginebra porque el Gobierno le hubiera mudado de la Biblioteca Nacional a la Inspección de Aves de Corral. 

Odio justo: “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez” –sentenciaba el poeta sabio, orgulloso y ciego, pero siempre contradictorio.

(...)

domingo, 21 de octubre de 2012

John H. Elliott: "Cataluña no era más 'democrática' antes que después de Felipe IV o Felipe V"


En los ensayos de Haciendo historia, libro que acaba de publicar la editorial Taurus, Sir John. H. Elliott (Reading, Inglaterra, 1930, profesor emérito de la Universidad de Oxford) explica por qué se hizo hispanista (La España Imperial, La Guerra de los Segadores), biógrafo (El Conde Duque de Olivares), historiador del Arte y la Cultura (Un palacio para el Rey, con Jonathan Brown) o escribió historia comparada (Los imperios atlánticos) para iluminar un mundo casi contemporáneo, pues Cataluña y Escocia hoy nos devuelven a los siglos XVII y XVIII.



–¿Por qué decidió ser historiador? 

–Yo leía mucho de niño y tenía varias historias de Gran Bretaña muy ilustradas. Estudiaba lenguas clásicas: latín, griego. Además, vivía en Inglaterra rodeado de vetustos edificios. Siempre había algo del pasado que me llamaba. Tras la victoria en la II Guerra Mundial, fue época de euforia pero también de graves problemas económicos y de ocaso imperial. Quizá vi algún paralelismo entre las aspiraciones reformistas del Conde Duque de Olivares con los desafíos a los que se enfrentaba el sucesor de Churchill, Clement Atlee, y por eso, consciente o inconscientemente, me sentí atraído por aquel periodo histórico.


–Durante esos años trabó grandes amistades.


–Fui muy amigo de Antonio Domínguez Ortiz. Inauguramos la residencia de Simancas, compartimos aquellas pésimas comidas y hablamos mucho de historia de España y de Franco. Luego fue el gran conocedor del Antiguo Régimen. Nunca tuvo un puesto universitario. Es una vergüenza. El reconocimiento le vino de fuera. A Ramón Carande, que fue un gran rompedor de mitos, lo conocí y admiré, pero apenas lo traté. Sí a José María Maravall, cuyas aportaciones a la historia cultural española son muy importantes. Y a Gonzalo Anes, actual director de la Real Academia de la Historia, o a Felipe Ruiz Martín, pionero de la historia económica.


–¿Cómo se sentía un joven estudiante británico en aquella España?


–Yo no estaba acostumbrado a la falta de libertades y en Cataluña además había prohibiciones que afectaban al idioma y a sus tradiciones. Era tan sofocante que a veces sentía la necesidad de escapar para poder respirar de nuevo. Yo gravitaba alrededor del círculo de Jaume Vicens Vives. Mucho me temo que hoy se haya perdido la lección que él quería dar a su sociedad desmitificando los tópicos nacionalistas heredados de la Renaixença. Vicens Vives quería eliminar las categorías de “agravio” o “expolio” a la relación de España con Cataluña, un continuo “victimismo” desde el Compromiso de Caspe que es un reduccionismo. Esos tópicos respondían más a los rencores que la arrogancia castellana había provocado en la sociedad catalana que a la realidad histórica, porque no es verdad que hubieran “perdido libertades” en 1714, ni que el Principado fuera “más democrático” antes que después de Felipe IV o Felipe V.


–El Descubrimiento de América, ¿cambió los equilibrios pactados para la boda de Isabel y Fernando?


–Quizá la relación hubiera sido distinta de no haberse producido ese “accidente” histórico, pues inclinó más un balance desde el principio favorable a la primera, pues Castilla estaba más poblada y era más rica. También hubiera sido distinto si Isabel se hubiera casado con el rey portugués. Pero, quizá, habría que preguntarse: ¿Qué hubiera ocurrido si el príncipe Miguel, hijo de la princesa Isabel (heredera de los Reyes Católicos) y de Manuel I de Portugal, hubiera sobrevivido? Porque él habría reinado sobre toda la Hispania romana y visigoda: Portugal, Castilla, Aragón y Navarra.


–En Aragón y Valencia no ha prendido el nacionalismo, pero históricamente constituían un mismo territorio con Cataluña. Tampoco reaccionaban igual en los siglos XVII y XVIII. Aragón no abrazó al principio la causa austracista en la Guerra de Sucesión, ni Valencia se alzó contra Felipe IV en la de los Segadores. ¿Por qué?


–Hace años dirigí la tesis de James Casey, un joven estudiante norirlandés que se hacía esa pregunta, y que luego publicó en libro: El Reino de Valencia en el siglo XVII. Él advertía que allí existían unos “lazos de pertenencia personal” que cruzaban la línea divisoria e impedían la ruptura entre gobernantes y gobernados. Eran hilos de cohesión que estaban presentes allí y mucho menos en Cataluña. Por otra parte, nunca hubo gran cohesión entre Aragón, Valencia y Cataluña.      


–Habla del “síndrome de víctima inocente” catalán, pero también del “síndrome de nación elegida” de Castilla o Inglaterra… que hereda EE.UU.


–El primero lo desmontó Vicens Vives, quien decía que era corrosivo. En cuanto al segundo, los castellanos y luego los ingleses en el siglo XIX, se han sentido una raza elegida por Dios. Es la arrogancia del Poder, del éxito tras haber levantado un imperio. Sin embargo, al final, siempre falla Dios o hay que explicar los fallos. Castilla se quedó con el tópico tan arraigado del esencialismo centralista, un carácter de proyección nacional que no cambia y que ha perdurado hasta mediado el siglo XX. Así lo expresa la polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, un debate que hoy está caduco.


–¿Puede hablarse de un “síndrome de atraso y decadencia” entre nuestros intelectuales, aun antes de la generación del 98, al abordar el pasado?


–Ese síndrome empezaba a desaparecer con la Transición. Ya no se veían tanto los fracasos como los éxitos, y los historiadores se admiran de que el Imperio español hubiera durado mucho más que el británico. Ya no dominaba el pesimismo del siglo XIX que veía a España tan “atrasada” cuando en realidad no lo estaba; un pesimismo alentado por asumir la Leyenda Negra que tanto ha cundido.


–¿Tenían los hombres del siglo XVII algún sentido de pertenencia a una nación, o este se produjo después, cuando todos, los catalanes a la cabeza, batallaron contra Napoleón en la Guerra de la Independencia, primero llamada Revolución Española?


Más bien reforzó el sentido de España como nación que inventarlo, igual que ocurrió en Francia después de la suya, tanto, que Napoleón quiso hacerla universal. La invasión provocó una fuerte reacción nacionalista pero también antimoderna.            


–Alguna vez dijo que si España hubiera seguido el modelo de “monarquía compartida” de los Austrias, parecido al británico, y no el centralista de los Borbones, nuestra historia hubiera sido distinta. Pero hoy Escocia plantea romper la Unión de Reinos…


–En fin, los escoceses ahora quieren ser más escoceses que británicos, pero siempre desempeñaron con orgullo un papel protagonista en nuestra historia política moderna, fundamental durante el Imperio, del que obtuvieron grandes beneficios; y hasta hace nada, como, por ejemplo, Harold MacMillan, que fue primer ministro entre 1957 y 1963. Como los catalanes, que a partir del siglo XVIII se beneficiaron del comercio con América y en el siglo XIX fueron muy importantes en Cuba.


–En Escocia, ¿aprenden los escolares una historia nacionalista como en el País Vasco o Cataluña?


–Los modelos educativos son muy distintos. Hoy en mi país hay mucha preocupación porque los estudiantes de Enseñanza Media dominan algunos pocos tópicos, como Enrique VIII y los Tudor, la Revolución Industrial, o Hitler y la II Guerra Mundial, pero les falta conocer los hilos que recorren la Historia británica. Aunque no sé qué pasa exactamente en Escocia, si es que allí se les presenta una historia nacionalista y deformada como en Cataluña, algo que es terrible y preocupante, pero no lo creo. Lo cierto es que el Gobierno de Cameron quiere proponer un temario, digamos, biográfico, que incluya a doscientos personajes que conecten los hilos conductores de nuestra Historia.


–Nos dicen a diario que hacer esto o aquello, incluso protestar, es malo para la “reputación” de España. Usted ha estudiado la importancia que aquellos reyes y gobernantes le daban a la literatura y el arte en la propaganda y contrapropaganda.


–El Conde Duque intentaba mover la opinión a través de las imágenes, los libros, los panfletos, utilizando en beneficio de la “reputación” española a artistas e intelectuales. El Salón de Reinos mostraba al mundo la estima que la Monarquía Hispánica tenía de sí misma. Por eso, la política cultural española ha sido muy inteligente desde la Transición: ha proyectado una “imagen” distinta de los clásicos estereotipos. Espero que los gobiernos sigan con esa política, uno de cuyos mejores exponentes ha sido el Prado.    


–Hoy… ¿qué le preocupa?


–Me preocupan los recortes que Cameron y otros gobernantes hacen en Cultura, Educación, museos… Abandonando las Humanidades, creo que empobrecerán a nuestras sociedades.

Nota: Hoy ABC publica una versión algo más breve de esta entrevista. 

domingo, 7 de octubre de 2012

Baraja de castigo - Capítulo I

Mallorca, 1960


Si el lector prefiere, puede considerar este libro como una obra de ficción. Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción deje caer alguna luz sobre las cosas que antes fueron narradas como hechos.
Ernest Hemingway, París era una fiesta


Madrid, invierno de 1969
Crecí sin raíces. Mi única familia presente la componían mi padre, exiliado de su tierra argentina desde finales de 1952; mi madre, apóstata de la suya desde 1947, que falleció trágica y prematuramente en 1962; y mi hermano, ni francés, ni chileno como su padre, pues compartimos sangre materna; ni español, pues aún prefería ser chileno o francés, para así librarse del servicio militar del Régimen. Yo tampoco era francés, como nuestra madre; ni argentino, ni mexicano siquiera por nacimiento, aunque así me revindicara siendo niño; ni tampoco, realmente, español hasta casi los trece años, ahora, aquel triste invierno de 1969, cuando de verdad supe de la resistencia y la oposición, rebeldía que me dio patria.
Crecí sin raíces ni apenas familia. Mi madre no hablaba nunca de la suya y jamás mantuvo contacto alguno con sus padres, hermanos o primos: mi hermano y yo sólo tuvimos noticia suya tras buscarla a principios de los años 80, veinte después de la tragedia, cuando nos dirigimos por carta a los abonados de nuestro segundo apellido en la guía telefónica de París. De pronto, aparecieron una abuela muy anciana y tíos y primos y sobrinos que preguntaban qué fue de ella y por qué murió tan joven, cuestión de luces y de sombras, un aguafuerte iluminado más por misterios que por certezas. A mi tío paterno lo conocí personalmente a los veintiún años, en 1977, y a mí tía, a los treinta y cinco, como a mis primos y sobrinos lejanos, cuando acompañé, entre otros periodistas, a Rafael Alberti en su retorno al Río de la Plata, allá por 1991. Aunque mis tíos, ellos sí, formaban parte de un memorial transmitido por mi padre, como relato novelado durante las sobremesas de mi infancia y adolescencia; algo natural, si se considera que todo, absolutamente todo, en nuestras vidas era una ficción compuesta de múltiples argumentos.
Algunos parientes postizos compensaron, bien es verdad, aquellas ausencias: el tío Hugo, famoso director argentino que había conquistado Hollywood, donde realizó notables películas con Van Heflin, Cyd Charise, Jack Palance, Shelley Winters, Joseph Cotten, Anthony Quinn, Edward G. Robinson, Barbara Stanwyck, James Mason, Gary Cooper y Joan Fontaine; y el carajito Cáceres, Luis María, persona menuda, distinguida y educadísima, pan de Dios de una timidez personal insuperable en su vida privada, pese a una biografía de señaladas relaciones sociales, pues había sido hombre de confianza de los propietarios de la compañía Bunge & Born, amigo de Rainiero de Mónaco y Grace Kelly, así como de innumerables magnates, y hasta hace muy poco, mano derecha de Jaime Prades, lugarteniente, productor y publicista de Samuel Bronston, cuando en Madrid podías cruzarte, paseando por la Gran Vía, con estrellas consagradas como John Wayne, Rita Hayworth, Alec Guiness, Sofía Loren, David Niven, Ava Gardner, Charlton Heston y Claudia Cardinale; o la promoción emergente, protagonista de los años venideros,  entre quienes ya destacaban, o estaban a punto, los rutilantes Peter O’Toole, Omar Sharif y Clint Eastwood; todos ellos, jóvenes o veteranas figuras cuyo resplandor no empañaba las leyendas de directores como Henry Hathaway, Anthony Mann, Nicholas Ray, David Lean, Sergio Leone y, por encima de todos, Orson Welles, el astro abatido… En aquel Madrid donde la OAS alguna vez atentó impunemente con bombas, y en aquellos tiempos cuando Alicante era un enjambre de pied noirs, lo que enervaba a mi madre al verlos atareados por sus ramblas como abejas conspiradoras, mientras apuraba un dry martini de aperitivo sentada en alguna terraza, y los censuraba con desprecio, pues Argelia debía ser libre. 
Y hubo, también, parientes advenedizos, como el médico de cabecera, Enrique Belasátegui, persona bienintencionada pero frívola, así en lo personal como en su profesión, aunque afectuosa, sobre todo con mi hermano, a quien apadrinó sentimentalmente e hizo padrino de su hijo varón, el benjamín después de tres hermanas. Hombre aficionado a la farándula, venía a tomar el aperitivo o el café después de la comida, o algún whisky con ginger ale al caer la noche. Quién sabe cómo o por qué, todos salíamos inyectados o, en el mejor de los casos, empildorados si aún era de día, pues le gustaba probar –sobre todo en mí– las novedades que le encomendaban los laboratorios, y yo, como es natural, le tenía pavor, escondía las ampollas, me encerraba en mi cuarto y llegué a romper el ventanal de la terraza que daba a mi dormitorio y al de mis padres, porque la tata, una siniestra riojana que se apoderó de nuestra casa al morir mi madre, quiso burlarme, entrar por allí y entregarme.  Y es que don Enrique –jamás lo tuteé, a diferencia de mi hermano y a pesar de la familiaridad de su presencia– era muy expeditivo: nada de dar unas palmaditas en la nalga antes de clavar la aguja, tú de pie, y ya luego, acercar la jeringuilla para vaciarla lentamente, como Dios manda; sino todo a la vez y con un saetazo traicionero e impío, lo que acrecentaba el dolor y los primeros resentimientos.
A mí –hoy quizá sí sé por qué– el doctor Belasátegui no me caía demasiado bien y guardaba las distancias. No en vano había amenazado con azotarme él mismo si mi padre no lo hacía, después de haber encabezado un picnic en horario escolar –novillos o pellas eran palabras ajenas a nuestro vocabulario infantil– con los hermanos Alfonso y Alberto Arias, hijos de un conocido periodista de la época, y con Gustavo Barona, mexicano como yo, todos compañeros del tercer grado de Primaria. Cosas de la edad, creíamos que bastaba con escabullirnos, como espías fugitivos, la espalda pegada a la tapia, bullicio de niños por la calle del Duque de Tamames, un barrizal si llovía, parejo al recoleto estadio del Plus Ultra y al solar en que se hallaban el colegio San Estanislao de Kostka y los viveros Spalla, en Arturo Soria, donde ahora se encuentran el Colegio 111, la Embajada de China y la clínica Nuestra Señora de América, a unos cuantos pasos de los extintos Estudios CEA. En fin, destripamos un gato muerto, celebramos Misa de campaña en una atalaya de aquel extenso descampado que lindaba con el Parque de San Juan Bautista y, cuando nos dimos cuenta de que nos estaban buscando, escapamos, separándonos…
Lloviznaba.  
Los hermanos Arias fueron a coger la línea 70 del tranvía, que discurría por la Ciudad Lineal, jalonada de “hotelitos” muy frescos en verano, pero gélida en invierno, pues allí el termómetro se alivia un par de grados todo el año, hasta la desnuda Cuesta de los Sagrados Corazones; enseguida se despeñaba, bufando por la vertiginosa fricción de ruedas y rieles, y un  tacatá–tacatá–tacatá de fondo, magra campana de aviso que el conductor percutía con un pedalillo; luego sorteaba el colegio Nuestra Señora del Recuerdo que rigen los jesuitas en Chamartín de la Rosa, construido en el solar del palacio de los duques del Infantado-Pastrana, adonde había pernoctado Napoleón en su célere visita a Madrid tras la derrota de Bailén; y de allí, una vez había dejado atrás un despacho de carne de caballo, se adentraba por Mateo Inurria, vaqueros Lois, Ya, Dígame, Logos, laboratorios Wella, hasta concluir su trayecto junto a un kiosco cubierto de la Plaza de Castilla, muy popular y concurrido, sempiterno olor madrileño a gallinejas y asaduras bajo una telaraña de catenarias, eléctricas nodrizas de trolebuses y tranvías, frente al depósito de agua del Canal de Isabel II y al apostólico monumento del protomártir José Calvo Sotelo, San Esteban del franquismo, plaza donde asentaban sus reales ferias veraniegas, circos, mercadillos navideños y el mitológico Teatro Chino de Manolita Chen, muy cerca de donde ellos vivían… Pero los hermanos Arias nunca llegaron hasta aquí, pues allí mismo fueron detenidos mucho antes, cuando compraban un par de chicles bazooka y ocho sacis por dos pesetas en el humilde puestecito que una abuela atendía –palulú, regalices, pastillas de leche de burra, pipas, chisqueros de mecha y pedernal, cromos, picadura, cajetillas y pitillos sueltos, piedras de mechero, cerillas, bolígrafos, algunos tebeos y revistas– de luto perenne junto a la parada del tranvía, los dos hechos presos a las puertas mismas del colegio. Y cantaron, claro que cantaron, como lechones ante el cuchillo, no como ruiseñores.
En cambio, quizá porque éramos más precavidos, Barona y yo nos encaminamos hasta la iglesia cuya veleta, gallo apostado sobre el campanario, visiblemente alicaído o ladeado como si una anónima pedrada le hubiera acertado en la cresta, a veces señalaba hacia una cementera en ruinas, y otras apuntaba hacia la piscina Stella, pequeña joya de la arquitectura madrileña del siglo XX, muy frecuentada durante los años 60 y lugar de citas, según cuentan, de distinguidas meretrices y mantenidas; luego recorrimos la calle López de Hoyos, aún más larga y enrevesada que Alcalá, hasta llegar, un par de horas más tarde, callejeando y preguntando por el Bernabéu, al Museo de Ciencias Naturales, quizá porque el camino se hace más seguro en zigzag, o incluso en espiral, como el único acceso al corazón de las alcazabas moras. Dejábamos mensajes cifrados por el camino, quién sabe para qué o para quién. En dos bares nos dieron de beber. Todos nuestros planes, que nos parecieron infalibles al tramarlos, estaban fracasando. ¿Quién nos iba a echar de menos si en clase éramos treinta? ¿Por qué nos perseguían? Quizá tan sólo deberíamos haber esperado a que llegara la hora de volver a casa y coger nuestro autobús… En fin, desde los Nuevos Ministerios ya se avistaban el Banco de Vizcaya y el cine Gayarre, en chaflán donde nace el Paseo de la Habana; y poco más allá,  se escondía la primera meta, Hermanos Pinzón, calle donde vivía mi amigo con su madre, un hermano mayor, amante de las chupas de cuero, y otro mediano, que era discapacitado –su padre siempre ausente en México y de nuestras confidencias.
No debí subir. Nada más abrirnos la puerta, nos separaron, él enviado a su cuarto y yo recluido en la cocina, desde donde Hortensia Salvadores, la madre de Barona, sin dirigirme una sola palabra ni antes ni después, telefoneó a mi casa. La buena señora estaba desencajada, muchas horas en vilo, eran las siete de la tarde y desde las diez de la mañana, cuando llamaron del colegio tras pasar lista, no se tenía más noticia de nosotros que la confesión de los hermanos Arias, cazados a la hora de la comida, la policía buscando sin éxito a dos niños de ocho años, como infructuosa fue la batida que los alumnos de Bachillerato, tarde libre gracias a nosotros, habían emprendido por los alrededores del colegio. ¡Habíamos dado esquinazo a todos…! Veinte minutos después apareció mi hermano. 
–¡Vamos!
Mi hermano se había sacado el carné de conducir aquella primavera y había venido a buscarme en el Ford Zephyr turquesa, seis cilindros, con el que mi padre sustituyó un vistoso Tiburón Citröen comprado a Jacques Hachuel. Mi hermano estaba furioso, entre otras cosas, porque nuestra hazaña le había fastidiado sus planes para aquella tarde. Mi hermano disfrutaba mucho saliendo a merodear con Oto, su actual mejor amigo, un chico venezolano demasiado avant la lettre, a quien mi padre detestaba porque en él veía a un presunto delincuente juvenil, modelo James Dean entre Rebelde sin causa y Al este del Edén, a su juicio, niño rico y caprichoso cuya familia había abandonado Caracas tras la caída del dictador Marcos Pérez Giménez, quien formó parte, primero, del triunvirato militar que derrocó a Rómulo Gallegos, meses después de que el escritor hubiera ganado las elecciones tras aprobarse la Constitución que otorgó, en 1947, el voto a la mujer; y después, allá por 1952, presidente, tras eliminar a uno de los triunviros, arrinconar al otro, y suspender unas elecciones que no le daban la victoria. Nadie le perdonó nunca a Camilo José Cela que escribiera La catira a petición suya, por un millón de dólares, según cuentan. Sin embargo, a mí Oto me caía bien porque era un golfo, un rubiales con tupé, cazadora de ante claro y flequillo en las mangas y bolsones, botas campiranas y jeans, como entonces aún se llamaba a los vaqueros si eran auténticos.
Había que pensar muy rápido, buscar una escapatoria, huir hacia adelante. Poco antes de salir en mi busca, mi hermano había puesto a mi padre en antecedentes forzándole, con el inestimable apoyo de la riojana, a que adornara un castigo ejemplar y algo cruel: retirarme todos la palabra durante un mes,  para ellos y para el doctor Belasátegui cosa insuficiente, con una sonora tunda. Al llegar al portal, tuve la iluminación, que maduró mientras el ascensor alcanzaba su cima más rápido que de costumbre: sólo el melodrama podría salvarme de quién sabe cuáles, pero horribles consecuencias, no en vano ese era el género preferido de mi padre y el que más éxitos le había dado en taquilla.
–¡Yo, que no he comido en todo el día! –exclamé en plan Scarlette O’Hara, tirando la cartera por los suelos al entrar en casa, nuestra perrita Carina, una caniche más lista que el hambre, atónita.
No sirvió de nada, está claro, incluso empeoró las cosas, pues aquella actuación mía engrosaría ese anecdotario que persigue a todos los niños y que mueve a risa entre los adultos, lo cual se vive con vergüenza incluso avanzada la adolescencia: “¡Ay, tonto, pero qué rico eras!” –apostillaban siempre.
–Tu padre te está esperando en su cuarto –señaló la riojana, impertérrita, el camino del patíbulo.
Por supuesto: mi padre también interpretó aquella tarde su papel, él con notable desgana, algo que siempre le he agradecido, pues sólo fingió ponerme la mano encima, cuatro o cinco azotainas, por huecas, muy sonoras. Aquel hombre era absolutamente incapaz de pegar a un niño o a una mujer, por mucho que fuera bravo si peleaba, artes aprendidas en el ring o en aquellos cañaverales de su juventud tucumana atestados de bandidos y buscavidas. En realidad, cuando él se enfadaba, demostraba su enojo con el silencio y la distancia, armas mucho más eficaces pero incruentas.
Al día siguiente se nos formó un consejo sumarísimo en el colegio, pero antes fuimos expuestos, cara a la pared, al público escrutinio en un largo pasillo que concluía, flanqueado por las aulas de Bachillerato, en el despacho del director, Felipe Segovia. Recuerdo que nuestra hazaña causó admiración entre los alumnos, incluso los más mayores; y estupor entre los profesores, ya que no se explicaban cómo unos críos tan pequeños hubieran cometido un típico delito adolescente. Maestros y pupilos nos miraban como si fuéramos insectos incómodos o curiosos alienígenas, algo sacrílegos: “¡Y pensar que os hemos dado la Primera Comunión hace seis meses!” Luego nos expulsaron una semana como escarmiento, aunque ello fuera un sueño para cualquier estudiante; y como aviso para navegantes, quizá en previsión de una epidemia, pues todo el mundo sabe cuánto se contagian estas cosas, si además son tan precoces.
En fin, todos contentos, incluso el doctor Belasátegui, aunque ya hablaremos en otro momento de silencios y distancias que a él lo envolvieron con razones más sólidas, por adultas, que jeringuillas y conceptos de autoridad. Ni que decir tiene que al tercer día mi padre ya me hablaba y hasta jugaba un rato conmigo, seducido, quizá, por mi habilidad para engatusarlo.
Rebobinemos.
Otros de estos parientes adoptivos nos seguían a lo largo del mundo, de Argentina a México y de allí, a España: eran los Moravia, Alessandro y María Elena que por entonces tenían dos hijos: el mayor –Damián– fruto de un primer matrimonio de su madre y de la edad de mi hermano, contratista sin escrúpulos que se enriquecería en los años ochenta y que sólo se suicidó, ninguna otra cosa, según cuentan las crónicas bonaerenses pese a las maledicencias, en abril de 1998. Y Aníbal, un par de años menor que yo, compañerito de juegos y otros enredos, y que nos llamábamos y queríamos como primos, pues aquí no teníamos a los nuestros. El vínculo con ellos era mi madre, pues a mi padre los Moravia lo incomodaban porque ella empeoraba y empeoraba si estaban cerca, cosa que a mí me ponía en grave peligro. En fin, Alessandro era un actor muy apuesto, un galán seductor en la tradición italoargentina más genuina; ella una porteña pelirroja no muy agraciada, extrovertida y mitómana, capaz de inventarse con total seriedad y convencimiento los más disparatados parentescos y amistades, sucedidos, chismes y anécdotas, quizá porque las habladurías fueran ciertas, y ella, según ellas, una niña expósita que estuviera muy necesitada de identidad y protagonismos, así fuera sembrando cizaña. Un matrimonio incomprensible, por desigual, que mi padre explicaba como la complicidad de “dos que han enterrado a un muerto juntos”. Cuántas veces le habré oído lamentar esas amistades, no siempre con razón, mostrando gran desafecto e irritación, algo en lo que era correspondido, por supuesto y desde el principio, pues mi padre era su bestia negra y además había triunfado en Argentina, en México y en España, y puesto un pie en Roma.        
Sin raíces ni puntos de referencia, así crecí para bien y para mal: sin raíces ni familia extensa y protectora, y casi sin nombre, pues aun hoy día nadie entre los más próximos me ha llamado nunca por el mío de pila, sólo mis amigos y colegas, como así tampoco a mi padre, bautizado Armando, a quien los suyos siguen llamando Paíto veinte años después de haberse ido para siempre. Quienes lo conocieron o trabajaron a sus órdenes, tan sólo le recuerdan por su nombre artístico, el único que usaba, tan italiano pero curiosamente prestado por su padrino, un asturiano muy rico, dueño del próspero ingenio azucarero de Bella Vista, en Tucumán, al norte de Argentina.
Volvamos al principio.
Cuando las clases comenzaron después de las vacaciones de Navidad, un muro espeso construido con silencios y murmullos volvió a instalarse en mi casa. No era una sensación nueva para mí. Algo muy grave había ocurrido la víspera de Reyes, algo que yo solo intuía, aunque hubiera tenido premoniciones, y que era otro gran mazazo del destino para mi padre. Una traición de amor y una cruel vendetta.
Yo supe la mitad de la verdad casi inmediatamente después de producirse el incidente por los cuchicheos de cocina, pues el office era lugar estratégico donde la riojana, ama de llaves y tata, controlaba todas las llamadas telefónicas y los timbres de las habitaciones. “Tu padre se ha metido en un lío por culpa del juego”, respondió por fin a mis preguntas y aun añadió: “Me lo ha dicho la niñera de los Comas, que a punto estuvo de avisarme”. Seguramente lo hizo y ella hizo oídos sordos, porque era la última interesada en aquellas relaciones cada vez más familiares, que tanto hacían peligrar su posición, y porque a mi padre, además, le guardaba un hondo resentimiento, por razones muy secretas, entonces, para mí.
Jamás he podido olvidar los aromas corporales y la grasilla de la piel de aquella malvada mujer, que me repelían, como cachorro, por diferir tanto, tantísimo, de los maternos y estar ella empeñada en imponerse como madre a un huérfano, haciendo uso, en el mejor de los casos, del chantaje emocional y religioso; y en el peor, a veces con desprecio y otras con saña, de los golpes. Ella administraba el silencio alrededor de mi madre y su trágica muerte en su favor; y no sólo manipulaba mi relación con mi padre, sino que también dinamitaba los puentes que otras mujeres pudieran tenderme, forasteras, forajidas, aunque se tratara de amistades y no de novias o amantes de aquel hombre que no imaginaba el cerco al que él y su hijos estaban sometidos en su propia casa.

Todo era espeso en aquel piso de la entonces llamada Avenida del Generalísimo, novena planta de un edificio vecino del Ministerio de Información y Turismo, bastión de Fraga, sede de la censura y de la Escuela Oficial de Periodismo; piso cuya terraza principal se asomaba al Estadio Bernabéu y cuyas vistas también se dirigían al sur de la capital mientras pudo verse el Cerro de los Ángeles, allí, en lontananza, tiempo atrás, cuando aún no se había construido la torre de la Plaza de Manolete, ni el Palacio de Congresos y Exposiciones hubiera ocupado el altozano, por él todo vaciado, donde un día hubo, a unos doce metros sobre la Plaza de Lima, un coqueto palacete neoclásico con jardines que desalojaban enredaderas sobre las aceras del hoy Paseo de la Castellana y de la avenida del odiado General Perón, vaya broma del destino.  

martes, 2 de octubre de 2012

OFELIA


José Méndez, buen amigo, excelente poeta, autor de El oficio de la necesidad, En esta playa, Belgrado 1989, Esquirla, obra reunida en La mirada, me envía este mensaje: Escucha este poema que escribió José Jiménez Lozano.

Aún te llevo luto, y nunca           
imagen de mujer alguna tuvo un espejeo
tan puro como un relámpago
inscrito en las aguas de mi ánima,
en las que tú flotaste tanto tiempo, Ofelia.
Testigos las cigarras, el cuco, los demonios
del mediodía en el jardín con sus deseos
oscuros, lacerantes,
cuando aquel libro rojo envenenaba
mis entrañas. Shakespeare
sabía que te enterraba
en el corazón del mundo,
y yo en el mío te llevo el duelo,
y el amor entre ranúnculos,
coronado de violetas inmarchitas.

                              El tiempo de Eurídice (1996)