Hugo del Carril canta La Marcha Peronista
Buenos
Aires, primavera y verano de 1984
¿Broma,
solo azar o paradoja? Mi padre había jurado que no volvería a Argentina hasta
que hubiera democracia. Marchó al exilio la primavera de 1952 no sólo porque se
hubiera enfrentado al subsecretario de Prensa y Difusión, Raúl Alejandro Apold,
a quien se ha llamado el Goebbels del
régimen peronista, pues la censura le había impuesto un postizo final feliz a Dock Sud (1953), melodrama neorrealista
inspirado en un suceso que veinte años atrás había conmovido a la opinión
pública de Buenos Aires, cuando un tranvía se precipitó al vacío desde un
puente levadizo del Riachuelo la neblinosa y gélida madrugada del 12 de julio
de 1930. Perdieron la vida en el accidente muchos trabajadores de los mataderos
y frigoríficos, cuyas familias luego se vieron económicamente agraciadas por
una gran colecta nacional. No así los supervivientes: alguno deseaba haber
muerto para que la suya –injusticias de la beneficencia– se librara de la
miseria.
Marchó al “exilio voluntario”,
eufemismo que escondía la muerte civil, por haber firmado en solitario, además,
una carta en apoyo del cantor de tangos, actor y director cinematográfico Hugo
del Carril, ferviente seguidor del justicialismo
y admirador fanático de su líder, quien había cantado y grabado en disco la Marcha Peronista, y a quien perseguía
con inquina, quizá por celos, el tal Apold, que lo acusaba de ser… ¡comunista!,
pues había escrito el guión de Las aguas
bajan turbias (1952) con Alfredo Varela –autor de la obra adaptada: El río oscuro– mientras el novelista
estaba preso. Del Carril protagonizó y dirigió esa película, de violenta
temática rural, estrenada con gran éxito y varios premios en Argentina y con la
que llegó a concursar en el Festival de Venecia. Este cantante, actor y
cineasta genéticamente peronista había logrado, además, que el presidente
excarcelara a Varela, una curiosa mezcla entre comunista y nacionalista, al
parecer, detenido por haber orinado contra la puerta de la embajada
¡soviética!... ya que era antiestalinista. “Todos tenemos algo de comunistas”,
cuentan que le dijo Perón al cantante, concediendo, entre risas y con aquella
retranca suya, que lo hacía tan popular:
–Si al final lo que buscan es la
justicia social.
En fin, Apold no sólo le había
ido cerrando a Del Carril las antenas de radio, sino también las pantallas,
pues él facilitaba el celuloide imprescindible para realizar toda película
argentina a través de su Subsecretaría, organismo que asimismo censuraba el
cine y dominaba los diarios y las revistas gobiernistas; dificultando su labor,
silenciando o cerrando sin compasión a emisoras y medios críticos o
independientes.
Y firmó esa carta en defensa de
un compañero caído cuyas ideas políticas eran antagónicas pese a los consejos
de su maestro, Mario Soffici, para quien había escrito varios guiones y al que
había asistido en algunas películas, entre ellas: La pródiga, última actuación ante las cámaras de Eva Duarte, aún
actriz, todavía no primera dama, mucho antes de convertirse en la activista
política que recordamos. La película nunca se estrenó en su época –fue rodada
en 1945– pues su productor, Miguel Machiandiarena, hizo llegar a Perón el
negativo cuando se alzó con la Presidencia; o lo quemó con la esperanza de que
tal favor –haber desechado a la gran Mecha Ortiz por una actriz mediocre como
protagonista de un ambicioso filme de alto presupuesto, para luego renunciar a
su explotación– traería contrapartidas y salvaguardaría sus intereses en el
Casino de Mar del Plata. Aunque una copia se salvó, quién sabe cómo, lo que
hizo posible su estreno durante los años 80, con más pena que gloria.
Y firmó él solo aquella carta que
otros muchos directores se habían comprometido a suscribir, pero excusándose de
hacerlo a la hora de la verdad.
Me habían puesto la tapa del
ataúd. No podía trabajar sin la aprobación de Apold, que además sabía que yo
era un antiperonista sin remedio, aunque Eva hubiera intentado convertirme:
–Mañana el coronel les va a poner a todos una medallita –me dijo en su camerino, mientras repasábamos los diálogos que Alejandro Casona había adaptado de Pedro Antonio de Alarcón.
–Mañana el coronel les va a poner a todos una medallita –me dijo en su camerino, mientras repasábamos los diálogos que Alejandro Casona había adaptado de Pedro Antonio de Alarcón.
Y respondí:
–A mí que no me la ponga.
–A mí que no me la ponga.
Cuando Perón hizo ademán, al día
siguiente, todos en fila, ella intervino:
–A ese no, que es anarquista.
–A ese no, que es anarquista.
Eva siempre me defendió en vida
–ahora había muerto– pues respetaba a la gente derecha, mientras despreciaba y
humillaba a los lambiscones de sus pantuflas, esa procesión interminable de
aduladores y falsos pedigüeños que a diario buscaban su favor para medrar cerca
de Perón; a quien ella defendía con el látigo, como enseguida demostraría con
uno de atrezzo, azotando, vestida a
solas para rodar, paredes y puertas de los Estudios San Miguel, cerradas,
vacíos los departamentos, mudos porque aquel día no se podía filmar.
Muchos artistas, escritores y
técnicos nos habíamos sumado a la Marcha de la Libertad y la Constitución, que
congregó a doscientos mil manifestantes, desde cristiano-demócratas hasta
comunistas, pasando por radicales, progresistas y socialistas, todos contrarios
a la hegemonía política y sindical de Perón, por entonces vicepresidente del
gobierno de facto del general
Edelmiro Farrell, secretario de Guerra y además, de Trabajo y Previsión. Estaba
rabiosa y desatada: Farrell lo dejaba con el culo al aire y Rawson se frotaba
las manos.
Aquel 17 de septiembre fue el
antecedente próximo del 17 de octubre, fecha en la que la intentona de Ávalos
fracasó por la indecisión final de los militares y los políticos afines, y el
aún coronel fue liberado de su breve prisión en la Isla Martín García,
aceptando su retiro; mas –luego luego–
resucitando su ambición gracias al activismo de Cipriano Reyes, líder de la CGT
y, según algunos defienden sin demasiadas pruebas, al arrojo de Eva Duarte,
tras el gran contragolpe sindical de la Plaza de Mayo. Ella se casará con Perón
solo unos días después de la famosa carta –triste pero falsa palinodia– tras
postularse como candidato a la Presidencia en las elecciones que ganará, en
1946, bajo el brillante lema Braden o
Perón, pues con él ninguneaba a la Unión Democrática, plataforma que
agrupaba a la oposición, y ofrecía una clara disyuntiva si consideras que el
primero era el embajador de Estados Unidos, hombre altivo y torpe, muy
soberbio, quizá enojado por las simpatías fascistas del Régimen durante la gran
guerra, y por ser ahora cobijo de nazis, aunque provocó un fatal arranque de
nacionalismo argentino.
Ella sabía que yo había ido a
aquella marcha a cara descubierta, pero nunca me lo reprochó, aunque es verdad
que ya no la volví a tratar, pues aquel rodaje y su carrera artística habían
concluido al mismo tiempo.
Ahora me habían puesto la tapa.
Ningún productor podría conseguir el celuloide si yo escribía o dirigía una
película suya; y además, ninguna comisaría me proporcionaría el “certificado de
buena conducta” imprescindible para la expedición del pasaporte o para comprar
boletos de barco o avión con destino al extranjero: así es que no podía
trabajar y tampoco salir del país.
Todo fue una casualidad. Aún a
sabiendas de que estaba en la lista negra, fui al Departamento de Policía a
intentarlo, formé ante la ventanilla correspondiente y al rato apareció por la
sala Juan D’Arienzo, director de orquesta al que se debe la mejor versión de La cumparsita y que había trabajado en La voz de mi ciudad (1953) conmigo y
Marianito Mores: “¿Vos haciendo cola?”, me preguntó. Yo le dije que venía a
solicitar el certificado; y él, quizá desconociendo mi situación, o por
gallardía, me sacó de la fila: “Vení, soy buen amigo del comisario y te lo
firmará en el momento, sin mirar”. Así fue, como te lo cuento, al día siguiente
conseguí el pasaporte y esa misma noche volé a México. Tu madre y tu hermano me
alcanzaron unos meses después. Para entonces, Perón citó a Apold y a Del Carril
en el despacho presidencial y les obligó a darse un gran abrazo de
reconciliación en su presencia.
Treinta años después volvía a
Argentina. Raúl Alfonsín había asumido la Presidencia de la República ocho
meses antes, poniendo fin a una aciaga y sangrienta dictadura cuyo canto de
cisne fue la reconquista de las Malvinas, bravuconada de aquel general ahíto de
whisky y ya cercado por multitudinarias manifestaciones populares, Leopoldo
Galtieri, quien retó a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan, en fuga hacia
delante para domeñar la marea democrática con arengas y aventuras
nacionalistas; pero estos se valieron de su conmilitón en Chile, el artero
dictador Augusto Pinochet, para infligirle, a Dios gracias, una humillante
derrota aeronaval.
Ahora, en 1984, se respiraba aquí
el mismo aire que mi padre había respirado a través mío durante los estertores
de Franco y la Transición española, allá entre 1973 y 1978, una explosión de
ilusión colectiva protagonizada por una juventud que aspiraba a terminar con el
pasado y construir un presente en libertad; aunque las heridas, aquí, aún
estaban abiertas y sangrantes, supurando tan próximas, pues la guerra sucia no
había sido la guerra de los abuelos y bisabuelos, como en España, sino la de
padres, tíos, primos y hermanos mayores ayer caídos, presos, desaparecidos,
perseguidos o exiliados.
Aquel regreso a la vez fue emotivo e
inquietante. Nuevas generaciones habían aumentado el entorno familiar pues los
sobrinos ya alumbraban nietos alrededor
de sus dos hermanos: Héctor, un año mayor, quien estos días se fue casi centenario;
y la dulce Beatriz, una década menor, a quien nadie tampoco llamó nunca por su
nombre, porque todos siempre le hemos dicho Betty
hasta el mismo antier. Pero muchos parientes de generaciones anteriores ya se habían
ido. También sintió la ausencia de viejos amigos, y tanto, que muy pronto
decidió no preguntar más por temor a la misma respuesta: “¿No lo supiste? ¡Hace
más de diez años!” o quince o cuatro o hace seis meses, sólo variaban algunos
escalones. Se daba cuenta de que había muerto mucha gente que antes no se
moría. Y él era uno de los supervivientes: cumplía aquel septiembre 70 años.
¿Y el
paradero del tío Hugo? Un misterio. Cuando conseguía que le dieran un número
que era, con toda seguridad, el suyo, casi nunca respondían al teléfono; y
cuando lo hacían, todo eran negativas o evasivas:
–Aquí no vive…
–Sí, es el número, pero el señor se mudó y no dejó seña alguna…
–Sí, es el número, pero el señor se mudó y no dejó seña alguna…
–Dicen que vive en un
departamento de la calle Ayacucho…
–Fue muy famoso, lo sabemos, pero
ya no se le ve por los lugares que frecuentaba...
–Al parecer cambió a la casa de
unos parientes en La Plata…
Alguien insinuó una sospecha:
–Creo que sus familiares lo
ocultan…
Constantes contradicciones.
¿No era, también, una
contradicción que el proyecto que mi padre iba a realizar en Buenos Aires,
broche final de su carrera, fuera un documental sobre Eva Perón, cuando
detestaba todo lo que ella y el general habían significado para Argentina? Y
también para los nuestros: él forzado al “exilio voluntario”; y su hermano,
expulsado de Correos, donde era funcionario, por haberse negado a pagar el
diezmo sindical para los gloriosos fastos fúnebres y no haber llevado aquellos
días de julio de 1952 ni un botón de luto en la solapa del abrigo…
En fin, más de un año atrás,
habíamos asistido al musical Evita
cuando se estrenó en la Ciudad de México y él salió del teatro con el estómago
revuelto e indignado, habiendo sido su enemigo político: “Cualquier cosa: oportunista,
demagoga, ambiciosa, populachera… Cualquier cosa menos una puta barata”, me
dijo entonces… Y se repetía ahora, mientras se atareaba leyendo en archivos y
hemerotecas, buscando y empalmando fotografías, recortes, viejos noticiarios; y
también cuando entrevistaba a los protagonistas, actores secundarios, comparsas
o testigos de un tiempo que nunca había dejado de estar presente para todos,
aunque Borges se hubiera negado –no así Ernesto Sábato– a dar testimonio en El misterio Eva Perón (1987),
respondiendo a su petición tras el hilo telefónico con un lacónico: “Ni hablar
de esa puta”, resentido hasta Ginebra porque el Gobierno le hubiera mudado de
la Biblioteca Nacional a la Inspección de Aves de Corral.
Odio justo: “Las dictaduras
fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras
fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez.
Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras
prefijados, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la
lucidez” –sentenciaba el poeta sabio, orgulloso y ciego, pero siempre
contradictorio.
(...)