Soy cronista de una memoria ajena y mía. Memoria, al
fin y al cabo, siempre fabuladora. Cuando mi padre, el director de cine
argentino Tulio Demicheli se vio obligado al “exilio voluntario”, allá por el
año 1954, pues el peronismo le había puesto la tapa del ataúd profesional, viajó
a México y semanas después lo harían mi madre, Marie-Jo Tarpín, y su hijo, mi
hermano Richard Walker. Para entonces, mi padre ya se había presentado al
importante productor mexicano Gregorio Walerstein buscando trabajo.
A mí me contó así la escena:
–Cómo no, le conozco
muy bien: usted escribe importantes guiones y dirige películas de gran éxito popular
y de crítica en Argentina.
Acto seguido le puso en las manos
las llaves de un coche y además le regaló una estupenda cámara Bolex de 16 mm, y concluyó:
–A cambio, yo seré siempre el productor que menos le pague.
Estaba contratado, pero no podía
dirigir en México por causa de la regulación sindical de la época, así que
había que pensar en Cuba.
Su primera película en La Habana fue
Más fuerte que el amor, protagonizada
por el galán español Jorge Mistral y la maravillosa pero desdichada actriz
checa Miroslava Stern, quien sería amiga íntima de la familia hasta su triste final,
un quién sabe si supuesto suicidio, pues en vísperas cenó o comió en casa, cosa
frecuente. Hasta Richard, que era un niño y que la vio aquel día o aquella
noche, hoy duda de que fuera tal, pues fue muy cariñosa y afable con él, como
mis padres, que siempre lo dudaron:
–Nunca lo entendimos, estaba muy animada:
le habían hecho una gran oferta en Hollywood– me contó Tulio 1.
La segunda película iba a ser Un extraño en la escalera, adaptación de
una pieza teatral del exitoso dramaturgo y guionista húngaro Ladislas Fodor. Walerstein
había apostado por la italiana Silvana Pampanini, una exuberante diva de la
comedia erótica de aquellos años, para protagonizar la película con Arturo de Córdova
.
Sin embargo, Tulio se había encandilado con una actriz a la que había visto, recién llegado, en una película de Cantinflas –creo que El portero –, una cinta algo añosa, como así ocurría en la programación de los cines al descubierto de Acapulco. Aunque ya había trabajado con Pedro Infante y con Germán Valdés Tin-Tan en varios filmes y alcanzado notoriedad, pues había conseguido el premio Ariel para actriz de reparto por Un rincón cerca del cielo, Silvia nunca antes había señoreado la marquesina. A Walerstein aquella proposición le pareció impúdica: un valor cierto aún por demostrar, frente a la Pampanini, que arrastraba a las salas a multitudes en Italia, Europa e Iberoamérica. Pero accedió a que le hicieran una prueba, que mi padre no podría supervisar, pues estaba en La Habana.
Sin embargo, Tulio se había encandilado con una actriz a la que había visto, recién llegado, en una película de Cantinflas –creo que El portero –, una cinta algo añosa, como así ocurría en la programación de los cines al descubierto de Acapulco. Aunque ya había trabajado con Pedro Infante y con Germán Valdés Tin-Tan en varios filmes y alcanzado notoriedad, pues había conseguido el premio Ariel para actriz de reparto por Un rincón cerca del cielo, Silvia nunca antes había señoreado la marquesina. A Walerstein aquella proposición le pareció impúdica: un valor cierto aún por demostrar, frente a la Pampanini, que arrastraba a las salas a multitudes en Italia, Europa e Iberoamérica. Pero accedió a que le hicieran una prueba, que mi padre no podría supervisar, pues estaba en La Habana.
Algunos días más tarde,
Walerstein le envía un telegrama, cuyo texto pudo decir: “Prueba Pinal desastre”.
Al parecer, Silvia, al verse frente al galán estrella, un Arturo de Córdova ya
madurito (como así lo eran en todo el mundo los grandes protagonistas
masculinos), se había o le habían puesto muy nerviosa ante la cámara. Y le
envió las tomas. Tras verlas, mi padre respondió a aquel telegrama con otro,
muy lacónico: “Silvia es Laura”. Puede que se cruzaran más mensajes, pero su terquedad
casi tucumana venció y Walerstein no se arrepentiría aunque, eso sí, su último
cablegrama sólo decía: “Contratada bajo su responsabilidad”, lo cual significaba
que, si Tulio se equivocaba, a lo mejor dirigiría sus próximas películas en
Groenlandia.
La cinta se rodó en La Habana y
Varadero, con especial predilección por los escenarios interiores y exteriores
naturales, algo que estaba en la naturaleza de un pionero neorrealista del cine
latino (Arrabalera, Vivir un instante, Sala
de guardia. Dock Sud), no un neorrealista ideológico, a la manera de
Rossellini, sino humano y sentimental, como De Sica: pueblo, sonrisa y lágrima.
Así lo había hecho en Argentina: historias cuanto más cercanas, mejor: crónica
popular, comedia musical, intriga, melodrama, y salir a la calle sin back projection, abrir las puertas y en
lo posible entrar en casas de verdad.
(No era fácil ventilar las
películas al aire libre o interiores naturales en aquel tiempo, menos por razones
económicas y más por razones técnicas y mecánicas: las cámaras eran mastodontes,
sobre todo si había que blindarlas para el sonido directo; cámaras que había
que desplazar sobre rieles o con voluminosas grúas. Además, la poca
sensibilidad del material fotográfico y el uso de filtros que aún la disminuían
más, obligaba a una luminotecnia aparatosa que sólo se lograba en interiores
abatibles o desde el techo; es decir, en decorados construidos en estudio. Filmar en un set
era más sencillo y barato: las películas se hacían en cuatro o cinco semanas 2.)
A Silvia y a Arturo les arroparon en aquella
película dos grandes actores: José María Linares Rivas y Andrés Soler, así como
un estupendo director de fotografía: Jack Draper. El rodaje fue como la seda.
Es una narración con una puesta en escena y en imagen muy dinámica, en la línea
de lo que se llama cámara invisible
(no hay cosa peor que un espectador piense: “Qué bonito plano, qué linda música”),
al servicio de un relato tórrido, al borde del cine negro, hilvanado por una
voz narradora omnipresente y que utiliza de manera enervante elementos
dramáticos escénicos: los ventiladores de aspa en el techo, el machaqueo inmisericorde
de las perforadoras de una obra próxima a la oficina donde transcurre el drama,
en sueños, las persianillas y sus claroscuros, el calor húmedo y agobiante del trópico, cabarés y casinos… Un triángulo
compuesto por un empresario déspota y cínico, el gerente de confianza siempre
despechado y una secretaria despampanante, seductora, simpática, manipuladora, cuya
anatomía muchas veces se ceñía con una camiseta muy entallada (que causaría
furor) y que conducirá a un complot criminal. Quizá sea una de las primeras
películas hispanoamericanas que muestran un desnudo, aunque sea de espalda y a
lo lejos, en la playa.
Un triángulo que se ve alterado
por un misterioso personaje: el “extraño” que da título a la cinta. Aquí está
el defecto de una obra casi redonda. Si el “extraño en la escalera” en vez de
ser un ángel vendedor de enciclopedias, vaya por Dios, hubiera sido un demonio,
el final habría resultado algo más sorprendente que una boda y el desistimiento
de un crimen. Un demonio bueno que habría abocado a la pareja protagonista a la
peor de las condenas: el matrimonio. Pero, en fin, qué le vamos a hacer, son
las servidumbres de la época y sus finales postizos (a los que todos los
guionistas y directores tenían que someterse, incluso Buñuel, como en Susana, demonio y carne).
Quizá, de haberse tramado un
final menos moralista, la película hubiera destacado aún más en el Festival de
Cannes (hasta el crítico y cineasta griego Ado Kyrou comentó su proyección,
aunque para decir que era surrealismo involuntario, lo cual habría cambiado con
otro desenlace). A mi padre, todo hay que decirlo, no le salían bien los
finales, quizá porque los precipitaba cuando había mimado el desarrollo. Pero
nunca caía en el esteticismo, buscaba el ritmo, que da al cine su naturaleza
hipnótica.
La película barrió en taquilla lo
mismo en México que en toda Iberoamérica y en España. Silvia, que había rendido
su doctorado actoral cum laude, me
confesó una vez que se había dado cuenta de que era una estrella cuando vio, si
mal no recuerdo en Lima durante una gira, un enorme afiche suyo con la gloriosa
camiseta.
Y así fue: había nacido una
estrella.
Por supuesto, a partir de ahí
Silvia fue muchísimo más importante que Tulio, pero inseparables. En total,
hicieron diez películas juntos entre 1955 y 1959. Mi padre recordaba
especialmente algunas: Locura pasional,
quizá por ser la primera que pudo filmar en la Ciudad de México y porque Silvia
obtuvo el Ariel a la mejor actriz; Préstame
tu cuerpo, La adúltera, y la arrolladora comedia loca Desnúdate Lucrecia, en cuyo rodaje se divirtieron como niños en
Acapulco, tanto como el público en las salas. “El cine es una sala llena de
gente”, decía Hitchcock, algo que mi padre traducía con dos sentencias estoicas:
“Tanto das, tanto vales” pero “es una novia que siempre te deja”. Sin embargo,
recordaba Una golfa por lo contrario:
“Ésa no fue entendida y era buena” –así se quejaba él– y los dos habían puesto en esa cinta otro tipo de
esperanza, nunca he sabido por qué, quizá sólo Gabriel Figueroa.
Todas estas películas
certificaron el acierto de una entrañable y prodigiosa alianza profesional.
Luego, Charlestón, realizada tras Las
locuras de Bárbara, fue otra cosa: España, el segundo paso del mutuo asalto
a Europa, donde Tulio había aterrizado después de hacer un sonado melodrama
religioso –él, que era ateo perfecto, y no por la gracia de Dios, sino por la
de Walerstein: La herida luminosa,
con Arturo de Córdova, Amparo Rivelles y José María Rodero (obra de teatro de
Josep María de Sagarra que se programaba en Semana Santa y en la que Rodero fue
pasando de interpretar el papel de joven seminarista al de su padre, el médico
agnóstico y adúltero justificado, con el paso de los años).
Cuando Tulio murió el 25 de mayo
de 1992, Guillermo Cabrera Infante, a quien le unía una gran amistad que yo
heredé, escribió en ABC que Charlestón
era la única comedia musical de éxito que se había hecho en el cine de nuestra
lengua. En fin, Silvia pudo ver a mi padre días antes de su último viaje a España,
en Buenos Aires –allí
conoció a su primera mujer: la prodigiosa artista cubana Amelita Vargas, la Reina
del Mambo–, y enseguida
vino a Madrid, donde fuimos con nuestra querida amiga Isa Ferreiro a ponerle
flores en su tumba. Tan reciente, que aún no tenía lápida escrita. Así es
Silvia, siempre está.
Y es que la alianza profesional
además escondía una gran hermandad en lo humano y personal. Mi hermano Richard
decía: “Pueden acostarse juntos como hermanos”. Y así era. Siempre fueron
hermanos de cine.
A finales de la década de los 70,
cuando mi padre volvió a México y yo con él, podíamos reunirnos en su casa del
Pedregal o en la de Acapulco, a mitad de una colina de vista portentosa, además
de Sylvia Pasquel, hija del primer matrimonio de la actriz con Rafael Banquells
y madre de Stephanie Salas; Viridiana, hija del segundo matrimonio con el
empresario Gustavo Alatriste, actriz trágica y prematuramente desaparecida; los
pequeños Alejandra y Luis Enrique, hijos de su tercer matrimonio con Enrique
Guzmán, hoy artistas importantes; otros tres Tulios: Tulio grande, o el Chesito, como cariñosamente llamaban a mi padre sus viejos amigos;
Tulio Hernández, el cuarto marido de Silvia, gobernador de Tlaxcala; y Tulio
chico, el Buby (su ahijado, pero no
de bautismo, pues me cristianaron a los ocho años en Madrid, sino porque Silvia
y Enrique Rodríguez –quizá uno de los grandes amores de su vida, fallecido en
un accidente cuando viajaba en su avioneta hacia Acapulco– se presentaron como
testigos en el juzgado para registrar mi nacimiento). Es curioso encontrarse a
un Tulio en la vida, por lo raro del nombre, pero aquí estaba una trinidad
estadísticamente imposible.
Puede que Dolores del Río o María
Félix hayan tenido mayor proyección internacional, pero a su lado fueron estrellas
muy limitadas: Silvia Pinal es la mujer más extraordinaria que
ha dado el mundo del espectáculo mexicano en el siglo XX, entre otras cosas,
porque además de un mito erótico con el que han soñado millones de espectadores
y también de sus innegables virtudes artísticas como actriz, ha sido una
incansable productora de cine, teatro y televisión, capaz, incluso, de emprender
aventuras como Viridiana, El ángel
exterminador o Simón del desierto
(sólo protagonizó la primera, pues en la segunda compartía un reparto coral y
en la tercera apenas hizo una aparición colosal), absolutamente fuera del
comercio y la ganancia asegurados, sólo por la gloria que da el arte.
Y
la Pinal ha tocado todos los palos.
Brilla
en la comedia, lo más difícil, pues resulta más sencillo hacer llorar, aunque
también domina el territorio del melodrama. Y en ambos casos, sus interpretaciones
siempre están ajustadas. Cuando toca la peripecia desmadrada, se desliza por el
filo de la navaja y chisporrotea ingenuidad y travesura. En la comedia dramática
o romántica es coqueta o manipuladora pero generosa, regala un guiño o un mohín
con naturalidad y a veces, con malicia. Cuando toca sufrir, se contiene y con
su mirada entramos en las costuras y las heridas. A la hora del musical, canta
y baila con solvencia, sensualidad, añadiendo picardía al hechizo. Cuando toca
un papel de hondura sugiere, con delicadeza, misterios, intimidades, dudas y
emociones.
Siempre
con su voz inconfundible.
Una versión
algo más breve de este texto, que formará parte de Baraja de castigo, se acaba de publicar en la revista Letras Libres, para rendir homenaje a Silvia
Pinal después de la publicación de su libro Esta
soy yo por la editorial Porrúa de México DF.
1 Miroslava es un enigma
irresoluble e inquietante, quizá vinculado no sólo con la psiquiatría –su
fragilidad emocional era sísmica y catastrófica– sino con la guerra fría, y en
mi casa siempre hubo debilidad por los comunistas. Hay quien supone que era
agente de Moscú y de hecho le habían prohibido la entrada en España por espía,
contratiempo que arregló Luis Miguel Dominguín, avalándola ante Franco.
Vivieron
un gran romance.
Hay
quien dice que su desengaño por la boda de Dominguín con Lucía Bosé es puro
cuento; y que se trató de ocultar que había muerto con su nuevo amante, un
empresario millonario, cuando se estrellaron en su avión privado y sólo era
decente identificar a seis de los siete cadáveres.
Hay
quien dice que al día siguiente, el 9 de marzo de 1955, fraguaron un falso
escenario para su muerte, pero la versión pública es que Miroslava apareció
inánime en su cuarto con el retrato del torero entre las manos, obras de García
Lorca muy cerca, barbitúricos y tres, sí, hasta tres cartas de suicidio. Y con
una, basta. Sólo la rumbera cubana Ninón Sevilla, amiga queridísima de la
actriz, afirma saber la verdad, un secreto que se llevó a la tumba.
Por su parte, Silvia Pinal cuenta en Esta soy yo que “se hizo una pequeña reunión en casa de Tulio Demicheli para pedir mi mano. Algunos de los invitados fueron Octavio Paz y Miroslava, a quien, por cierto, notaron triste, melancólica y deprimida; nadie imaginó que era la última noche en que la verían con vida. Al día siguiente nos enteramos de su suicidio. Fue una noticia que nos dejó impresionados, era una muchacha linda, guapa, y con una buena carrera en el cine.”
¿Suposiciones? A todos nos gustan las teorías conspirativas. Y yo –que no la conocí porque aún no había nacido– prefiero la primera: guapa espía del Telón de Acero –aunque sea inverosímil.
Por su parte, Silvia Pinal cuenta en Esta soy yo que “se hizo una pequeña reunión en casa de Tulio Demicheli para pedir mi mano. Algunos de los invitados fueron Octavio Paz y Miroslava, a quien, por cierto, notaron triste, melancólica y deprimida; nadie imaginó que era la última noche en que la verían con vida. Al día siguiente nos enteramos de su suicidio. Fue una noticia que nos dejó impresionados, era una muchacha linda, guapa, y con una buena carrera en el cine.”
¿Suposiciones? A todos nos gustan las teorías conspirativas. Y yo –que no la conocí porque aún no había nacido– prefiero la primera: guapa espía del Telón de Acero –aunque sea inverosímil.
2 La
movilidad moderna se instalaría en el cine durante los años sesenta con la Nouvelle Vague y el Free Cinema, gracias a las pequeñas cámaras Arriflex, de origen
periodístico, y a la utilización de material fotográfico más sensible, como el Tri X, en blanco y negro, cuando
Hollywood no pudo soportar el cine de estudio por las delirantes imposiciones
sindicales, y la Meca se trasladó no a Londres o a París sino a Roma. Y aun
así, rodar siempre en escenarios naturales no fue lo normal hasta mediados los
60, en color o blanco y negro.
Filmografía
conjunta
1955
Un extraño en
la escalera, con Arturo de Córdova, Linares Rivas y Andrés
Soler. Adaptación de TD de una obra teatral de Ladislas Fodor. Producida por
Gregorio Walerstein. Fotografía de Jack Draper. Música de Antonio Díaz Conde.
Director de arte Luis Moya. Montaje de Rafael Ceballos.
1956
Locura
pasional, con Carlos López Moctezuma, adaptación de TD de La sonata a Kreutzer de León Tolstoi.
Producida por José de Vega. Fotografía de Ignacio Torres. Música de Juan García
Esquivel. Director de arte Francisco Marco Chillet. Montaje de Rafael Ceballos.
La adúltera,
con Ana Luisa Peluffo, Víctor Junco y Alberto de Mendoza. Guión de TD.
Producida por Jorge Vidal. Fotografía de Jack Draper. Música de Gustavo César
Carrión. Director de arte Jorge Fernández. Montaje de Rafael Ceballos.
1957
Dios no lo
quiera, con Adolfo Warry Barrón. Adaptación de una obra de
Samuel Eichelbaum de TD y Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero.
Fotografía de José Ortiz Ramos. Música de Gonzalo Curiel. Director de arte
Edward Fitzgerald. Montaje Carlos Savage.
1958
Desnúdate
Lucrecia, con Alfonso Charpenel y Gustavo Rojo. Adaptación
de una obra de Julio Amussen de TD y Alfredo Varela. Producida por Emilio
Tuero. Fotografía de Agustín Jiménez. Música de Gonzalo Curiel. Director de
arte Gunther Gerszo. Montaje de Carlos Savage.
Una golfa, con
Sergio Bustamatne y Carlos López Moctezuma. Guión de TD, Sixto Pondal Ríos y
Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero. Fotografía de Gabriel Figueroa.
Director de arte Gunther Gerszo. Música de Gonzalo Curiel. Montaje de Carlos Savage y Pedro Velázquez.
Préstame tu
cuerpo, con Manolo Fábregas, Lupe Carriles, Elena Contla y
Mauricio Garcés. Guión de Alfredo Varela. Producida por Emilio Tuero.
Fotografía de Agustín Martínez Solares. Director de arte Jesús Bracho. Música
de Gonzalo Curiel. Montaje de Carlos Savage.
El hombre que
me gusta, con Arturo de Córdova y Prudencia Grifell. Guión
de TD y Julio Porter. Producida por
Sergio Kogan. Fotografía de Agustín Martínez Solares. Dirección de arte Gunther
Gerszo. Música de Raúl Lavista. Montaje de Jorge Bustos.
1959
Las locuras de
Bárbara, con Dolores Bremón, Marta Padován, Antonio Casal,
Juan Calvo y Rubén Rojo. Guión de TD, Miguel Cussó y Julio Porter. Fotografía
de Federico G. Larraya. Música de José Casas Augé y Angelo Francesco Lavignino.
Director de arte Juan Alberto Sorel. Montaje de Juan Luis Oliver.
Charlestón, con Alberto Closas, Lina Canalejas y Pastor
Serrador. Adaptación de una obra de Carlos Arniches y Joaquín Abati de TD,
Miguel Cussó y Joaquín Montañola. Producida por Francisco Balcázar y Gonzalo
Elvira. Fotografía de Antonio L. Ballesteros. Música de Juan Durán Alemany.
Montaje de Juan Soler.