sábado, 1 de abril de 2017

Baraja de castigo - Capítulo V (fragmento)


La partida de naipes, Balthus

Madrid, otoño de 1964

(…)
Por aquellos tiempos, el tío Hugo se había alejado ya de Yoko Tani (la princesa Amurroy de su Marco Polo, 1962), para enredarse con una modelo inglesa: Barbara Lister, una belleza casi pelirroja y de ojos aguamarina que tenía gatos en la barriga. Posesiva, suspicaz cuando no celosa, con un sentido del humor protestante –tan distinto al meridional– a veces incomprensible para él, un italoargentino que era católico en todo, menos en la fe y el matrimonio. A todas luces pareja inapropiada, pues era hombre que se irritaba al sentirse vigilado y se revolvía si lo querían dominar. Habían discutido; se trataba de una de esas broncas que las mujeres incitan cuando quieren calibrar hasta qué punto te han enganchado –así lo analizaba, y no le causaba mayor desazón ni culpabilidad seguirle el juego a distancia, en silenciosa rumia machista, sin inmutarse hasta que ella misma se cansara y desistiera:

–Ya llamará.

Por su parte, mi padre se dejaba querer por Diana, nunca supe su apellido, una muchachita argentina de veinte años, a la que llevaba treinta de ventaja, pero tenía la delicadeza de presentarla como sobrina, o como novia de mi hermano, si es que los acompañaba a cenar o a algún estreno, y aun así se desataban las maledicencias  –o las envidias, porque la niña era preciosa.

La piel muy blanca, pero luminosa, tersa y aterciopelada. Dos carbones brillantes los ojos, inquisidores e inteligentes. Largas pestañas naturalmente combadas. Media melena caoba un poco ondulada, que ella nunca cardaba pese a la moda pop. Los pechos firmes y generosos con dos pezones rebeldes, siempre juguetones y en alto. Y un culito respingón bien mullido sobre dos esbeltas y torneadas piernas, que a él se le antojaban infinitas y que calzaban, como un guante, los pantalones vaqueros y cualquier falda o vestido. No se pintaba. ¿Para esconder o para resaltar qué? Tampoco usaba perfume. Ninguno más excitante que el aroma de su cuerpo limpio y gentil, recién emergido del baño, tan insinuante como su voz, un punto melosa, llamando al toque de ­­cama. Y en el juego de la sensualidad era monstruosamente sabia.

En fin, Diana no estaba hecha para ser novia, ella misma lo decía, ni para ser madre: tener hijos, jamás. Quizá tuviera complejo de Electra, pero eso, finalmente, era cosa de agradecer.

No tomaron postre, apuraron una tacita de café expresso, pagaron la cuenta y saludaron a algunos comensales al salir. Iban a dar las once. El matrimonio Comas vivía muy cerca, al comienzo del Viso, enfrente del Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, en una callecita empedrada de nombre interminable: Francisco de Asís Méndez Casariego, sacerdote y místico de finales del XIX,  fundador de las Trinitarias, hoy venerable a la espera de milagro para su beatificación –tan improbable como una escalera de color.

Callejear de noche por allí era abandonar Madrid.

Colonia de hotelitos, como siempre debieron llamarse los chalés, proyectada y construida en el apogeo de la Bahaus durante la II República por Rafael Bergamín –hermano del poeta de la Generación del 27, y arquitecto abanderado del “racionalismo madrileño”–  con la ayuda de su sobrino: Luis Felipe Vivanco –que también será poeta y ensayista importante–, la Colonia del Viso fue imaginada para la clase media alta. Muy pronto la eligieron gentes liberales: arquitectos, ingenieros, pintores, médicos, catedráticos, científicos, artistas y escritores; quizá porque el distrito de Chamartín era, como la Ciudad Lineal de Arturo Soria, la periferia de la capital, al igual que los muy próximos “altos del Hipódromo”, donde Indalecio Prieto fue a instalar los Nuevos Ministerios, obra comenzada en 1933 y concluida en 1942. La colonia estaba muy bien comunicada con los barrios de Salamanca y Chamberí y además, con el centro. Pero ahora, mediados los sesenta, ya sólo era un islote cercado por la propiedad vertical, que fue el modelo del ensanche urbanístico de la posguerra y el desarrollismo –cuando Madrid bien pudo reconstruirse y extenderse con una arquitectura más humana.

Aparcaron.

El matrimonio Comas no vivía en un hotelito sino en un moderno edificio de pisos muy lujosos que no tenía más de tres plantas, pero encerraba un cuidadísimo y coqueto jardín interior abierto al cielo.

Malena Comas era una gran anfitriona: cordial con los nuevos invitados, cariñosa con los viejos amigos, siempre obsequiosa, normalmente ofrecía un bufé frío antes de la timba, acompañado de buen vino; luego, algún tentempié en los recesos; y café, refrescos o coñac, whisky, ginebra y vodka para amenizar las partidas, que podían comenzar a las seis de la tarde y acabar a las cuatro de la madrugada. Rica por familia, había heredado una gran fortuna ligada, entre otras inversiones, a la distribución y exhibición cinematográficas en el Levante, de Castellón a Murcia saltando a las Baleares.

Bien es verdad que su padre no se había enriquecido gracias al cine, sino al juego, la alta hostelería y el contrabando durante la República, pues fue beneficiario del escándalo por las comisiones en la importación y aprovechamiento de las ruletas eléctricas trucadas de marca Straperlo (acrónimo de sus fabricantes: los empresarios de ascendencia judeo-holandesa Strauss, Perel y Lowann, muy amantes de España). Un escándalo que unido al caso Nombela, descabalgó del poder al gobierno de Alejandro Lerroux durante el otoño de 1935.

Por eso, cuando el general Franco clausuró los casinos al juego y prohibió las timbas privadas tras la guerra civil, el hábil empresario que había apoyado a las derechas, recuperó los hoteles y otras propiedades confiscados por las autoridades republicanas y volvió al contrabando. Aunque sí cambió  –a la fuerza ahorcan– el azar por el séptimo arte…

Más que arte, para él, un negocio bien lucrativo y no sólo porque fuera la diversión más popular: las salas siempre se llenaban, pocos gastos, ingresos directos por entrada y por el servicio de sus ambigús… Sino porque siendo distribuidor y exhibidor, resultaba gratis escamotear a los productores parte de sus ganancias. Y ahora, el reciente control de taquilla –puesto en marcha por Fraga– sólo era virtual y poco efectivo en la explotación de provincias o en las salas de sesión continua de las grandes capitales. Cosa que sólo cambiaría mucho después, allá por los años ochenta, cuando se impusieron las expendedoras oficiales, cuyos boletos primero acompañaron y luego sustituyeron a las clásicas entradas de taco  –las cuales, hasta entonces, se recontaban al libre antojo empresarial.    

El venenillo del juego corría por las venas de Malena Comas ya desde la infancia. Organizaba en su casa, al menos, una pequeña timba cada semana: los sábados, también algún domingo como hoy, y todas las vísperas de fiesta. Sesiones a las que casi nunca se sumaba su marido. Aunque alguna vez hiciera acto de presencia para saludar a los presentes y ausentarse enseguida, con la excusa de estudiar algún papel o de preparar el ensayo del día siguiente, lo que hacía recluyéndose en su despacho. Cuando trabajaba, volvía tras la función o se demoraba por ahí, en Mayte o en Chicote; pero al llegar, el actor se iba derecho a la cama. Si acaso alguna vez ocupaba un sitio en la mesa de juego, era para cubrir, momentáneamente, el hueco de algún rezagado mientras llegaba.

Malena siempre recibía a los jugadores en su amplio salón de paredes enteladas, antigüedades, mobiliario, cortinajes y alfombras muy finos, cuadros de firma, algunos antiguos, otros modernos, suelo de mármol y varios ambientes, uno de los cuales lo ocupaba una mesa hexagonal inglesa con tapete de fieltro y sillas acordes, muy cómodas, para seis jugadores. Estaba situada bajo una lámpara art decó colgante del techo y la rodeaban tres mesitas bajas con ceniceros y posavasos. Muy cerca de la silla de la anfitriona se hallaba una primorosa credencia de iglesia, donde ya no se guardaban patenas, hisopos, campanillas, corporales y palias, vinajeras o navetas, sino licores, cajas de habanos, cajetillas de cigarrillos americanos e ingleses, un despertador, las barajas y un estuche de madera bien nutrido de fichas de nácar para apostar.

Cuando sonó el timbre de la puerta principal, las doncellas habían recogido ya los platos, vasos y cubiertos de la cena, y preparado una mesita bar con sandwiches variados, coca-colas, tónicas, vasos de tubo y de coñac, algunas tazas, así como una hielera a rebosar y un termo con café a la americana. Mientras tanto, Malena y sus amigos Aurelio de Alcaraz y Venancio Parra charlaban animadamente a la espera de mi padre y del tío Hugo, riéndole alguna ocurrencia a Parra, hombre muy sarcástico y dicharachero del que manaba, inagotable, un caudal de chistes, anécdotas, maldades y habladurías, pues tenía el don de las relaciones públicas, que era una de sus ocupaciones más bien misteriosas. Eso sí, conocía las debilidades y los secretos de todos los protagonistas y comparsas del mundo del espectáculo –y podía ser mordaz, hasta feroz, cuando alguien le desairaba.

Acabaron los cafés y se levantaron cuando los recién llegados entraron en el salón, para saludarles con alguna familiaridad pues, aunque no se frecuentaban, todos se conocían por haber coincidido en estrenos, cócteles, galas y otros eventos, ya que compartían, además del futbol, aficiones como el boxeo y las carreras de caballos.

Enseguida se acercaron a la mesa de juego mientras Malena abría la credencia y situaba sobre ella las botellas de brandy, whisky, ron y ginebra en una bandeja. Luego sacó una caja de puros Montecristo, un mazo de cartas sin estrenar y el estuche de fichas. Enseguida, Hugo y mi padre se sirvieron un Chivas; Alcaraz se preparó un cuba libre; Parra llenó una copita de Cardenal de Mendoza para acompañar el habano (era el único que los gustaba); y Malena optó por un gin tonic.

Cuando se acomodaron, fijaron la hora de fin de la partida a las tres de la madrugada. Acordaron cambiar de baraja a la hora y media; jugar primero al póquer cerrado y luego alternarlo con variantes del abierto al gusto de cada cual, siempre que todos estuvieran conformes. Y se fijaron las reglas habituales: color gana a full, full gana a escalera...

La anfitriona repartió fichas: todos pidieron diez mil pesetas; luego puso hora en el despertador y le dio cuerda:

–Cuando suene, las tres de últimas.

Comenzó la partida.

Alcaraz y Parra era asiduos a estas timbas y ya se habían tomado las hechuras. Nunca habían compartido mesa con mi padre y con Hugo, así que todos dedicaron la primera hora a escudriñar las tácticas de los demás, para saber cuándo atacar y cuánto retroceder, al igual que hacen los púgiles mientras se estudian y miden durante los asaltos iniciales de un combate de boxeo.

Comoquiera que Malena había corrido las cortinas del gran ventanal que daba a la terraza, y también había apagado las luces del salón, el haz cenital que provenía de la lámpara colgante caía rotundo sobre el tapete de juego. Y proyectaba fuertes claroscuros y contrastes que dejaban en sombra los ojos de los contendientes, quienes jugaban y conversaban envueltos en una densa nube de humo, por lo que apenas se adivinaban sus reacciones y emociones.
    
Mi padre no solía jugar a las cartas y el póquer le parecía muy agresivo  –prefería la canasta, variante uruguaya del rummy–, pero había aceptado la invitación porque necesitaba distraerse. Acababa de mezclar su última película: Desafío en Río Bravo (1964), un western rodado en Almería aquel verano y que estaba protagonizado por un añoso y hierático Guy Madison, célebre actor de la televisión y la radio americanas (protagonista de Las aventuras de Wild Bill Hickok  que estuvieron en el aire y en la pequeña pantalla entre 1951 y 1956). Aquí, interpretaba a un Wyatt Earp crepuscular, tiempo después del legendario duelo de OK Corral, y le acompañaban Madeleine Lebeau, Massimo Serato, Gérard Tichy y Fernando Sancho (quien niquelaba sus bandidos mexicanos), filme de mediano presupuesto que habría de dar a lo largo de los años mucho dinero.

Estaba cansado: había tenido que correr en el montaje, el doblaje y la sonorización, pues la cinta, calificada para todos los públicos, iba a estrenarse a finales de noviembre en campaña de Navidad (por entonces los niños adorábamos las películas del Oeste y sus vaqueros, indios, soldados y bandoleros). En fin, consciente de su falta de experiencia, mi padre jugaba con gran cautela, perdía siempre los faroles porque los adornaba, y pasaba con frecuencia, sólo aumentando las apuestas cuando las cartas le aseguraban la mano.   

El juego revela la personalidad de las personas. Aurelio de Alcaraz era un compositor con gran olfato para el éxito popular pero de talento mediano, que había logrado grandes ventas con canciones “tradicionales” para Paquita Rico o para su esposa, Concha Esmeralda; y más “modernas” para Marisol, el Dúo Dinámico, Jaime Morey, Los Brincos o Rocío Dúrcal. Arreglista orquestal muy del gusto de la audiencia de la televisión, amenizaba los grandes programas de variedades Gran parada y Noches del sábado, compitiendo con los campeones del momento, como Waldo de los Ríos o Augusto Algueró.

Cierto, ganaba buen dinero cuando le contrataban y percibía cuantiosas sumas de derechos musicales, pero con frecuencia atravesaba por dificultades económicas a causa de su caprichoso tren de vida. Aunque rara vez salían a la luz sus devaneos en la prensa rosa de aquellos tiempos: Hola, Garbo, Lecturas, Diez Minutos, Miss…,  le podía su vanidad de artista conquistador y ejercía casi de playboy…

Y digo “casi” porque en aquella España, aún pía y timorata, tales conductas podían acarrearle desagradables consecuencias incluso a un varón, sobre todo si estaba casado, por famoso que fuera. Aunque es verdad que el Generalísimo y su señora, Carmen Polo, quienes le tenían en gran estima; y su condescendiente y sufrida mujer, desenvuelta actriz, cantante queridísima por público y gobernantes, siempre venerada por sus inmensos ojos verdes que le daban nombre, eran los pilares y la garantía de su posición. Ya después, cuando haya pasado el tiempo y cambien las partituras con la muerte del Caudillo, todos le olvidarán –o si acaso, se referirán a él como “el organillero del Régimen”.

En fin, Alcaraz era jugador impulsivo y a veces temerario: subestimaba a los rivales y le soltaba riendas al prepotente caballito que llevaba dentro. No lo retenía y se desfogaba al refichar: nadie picaba, nunca le seguían los faroles, ni tampoco se alimentaban grandes pozos así todos contasen con buenas cartas. No pintaba que fuera a salir ganando aquella noche: era una manera de jugar a la vez desconcertante y previsible,  poco inteligente o miope –como él.

Parra tenía otro talante. Hombre de ascendencia aristocrática, fue una de las grandes promesas falangistas. Al acabar la guerra, publicó su primera novela, que suscitó algo de interés por la juventud del autor. Le siguieron algunas más, una de ellas con gran éxito por su alegre desparpajo costumbrista y un par de obras teatrales. También colaboró en unos cuantos guiones de cine, sin continuidad… Pudo haber cuajado, pero era un diletante que prefería vivir la vida a tomarse la molestia de escribir.

Por supuesto, siempre conservó y mantuvo espléndidos contactos en las élites del Movimiento, así que no le fue difícil abrirse camino en el periodismo. Y Parra fue serio pero, con el tiempo, se sintió cada vez más atraído por la frivolidad, mucho más rentable, algo que también ocurre hoy día. Y así: poco a poco, fue tejiendo una red de complicidad alrededor del gran productor y distribuidor Cesáreo González. Él no vivía con tanto desahogo por sus ingresos como escritor o como periodista, ni como abogado, carrera que había estudiado, quién sabe por qué, en Santiago de Compostela; sino por haberse desenvuelto con gracia y habilidad como publicista y conseguidor del sultán del cine nacional.

Aunque era insignificante de físico: más bien de talla baja, sin cintura, pelo lacio, ralo y cano, piel meliflua como de cura casto, voz altisonante y unos ojitos escrutadores, que se encendían o apagaban según estuvieran seduciendo o maquinando, le gustaba pavonearse junto a lindas starlets que aspiraban a situarse en el cine, el teatro o las variedades a cualquier precio. Era el campeón del Riscal, restaurante postinero y casa de citas de la burguesía, aunque los destinatarios de tan agradables “favores” fueran el productor y sus agasajados  –porque él solo ejercía de alcahuete fino y elegante.

En la partida, Parra siempre se descartaba con una sutil pero descompensada sonrisilla, más bien indefinida o ambivalente, pues era difícil discernir si sólo tenía una pareja o un ambicioso proyecto de escalera o de full. Astuto pero muy conservador, cuando acumulaba fichas de más, las defendía con mañas de gato acorralado y el puro sin moverse de la boca. Sabía jugar, no cabe duda, y era certero cuando atacaba, pues no parecía temible –aunque le faltaba coraje para rematar la faena.

Por eso, su juego no brillaba tanto como el de Hugo. Desde muy joven, le habían fascinado el póquer y las carreras de caballos (provenía de una familia que criaba y entrenaba purasangres y que dio a uno de los mejores jockeys de Argentina: José Fregonese). No sólo entusiasta, también un jugador con experiencia aquilatada en las mejores mesas de Hollywood y Los Ángeles, frente a durísimos contrincantes aficionados y profesionales. Impenetrable, nunca dejaba que un gesto o sólo un tic nervioso delataran sus cartas o sus intenciones. Además, era un maestro a la hora de fichar y refichar, y cuando faroleaba, lo hacía con sabio desdén. Hueso duro de roer, sabía retenerse y sabía atacar, no alardeaba de sus victorias y jamás se escudaba en la “mala suerte” cuando perdía –cosa rara si los adversarios no daban la talla.

Y Malena sí la daba.

Ágil, sagaz, intuitiva, nada hacía pensar que aquella dama de educación esmerada en realidad fuera una camelia asesina con naipes entre los dedos. Imposible adivinar a qué punto tejía. Ya fuera una escalera real o un farol, incluso con cinco cartas que no concertaran ni una vulgar pareja, Malena Comas era capaz de llevarse una mano gloriosa sin perder la compostura, la mirada así dulce y maliciosa junto a un mohín inocente, si no pícaro, según las circunstancias y el destinatario. Nunca alardeaba en la victoria, ni humillaba a sus contrincantes con apuestas imposibles de igualar para que se arrugaran cuando el tapete verde ya era una dorada alcancía. Si Hugo y Malena se encaraban por un buen pozo, el termómetro se disparaba –y al explotar, allí granizaba mercurio.

(…)